El amor: especialidad de la casa

Crítica de la obra teatral ‘El hijo de la novia’ representada en el Teatro Villamarta el pasado jueves 22 del mes en curso.

Texto: Marco A. Velo


El alzhéimer no determina ni tampoco anuncia ninguna devaluación de la normal vida cotidiana. En cualquier caso coloniza los ignotos territorios de una intercomunicación virgen hasta la fecha. Nace en derredor –tanto para el paciente como para todas sus personas cercanas- una especie de épica de la nova conquista. La morfología de la realidad circundante transforma sus perspectivas y sus objetivaciones. Reverdece la prolija fortaleza de la capacidad de adaptación. Lo meramente adicional se reconvierte ahora en metódica pirueta indagatoria. No acertaríamos a deslindar si el antídoto de la resignación precisa de otros estoicismos por veces aguerridos. La puesta en escena de ‘El hijo de la novia’ –representada el pasado jueves noche en el Teatro Villamarta- retrata la contenida exasperación de quienes, aposentados sobre el raciocinio del conocimiento de lo transitivamente cierto, se debaten sin resabios entre el idealismo y la inexistencia.

De toda la amalgamada plétora de sentimientos que zigzaguea –como una gregaria desfloración de inevitables arrastres existenciales- de principio a fin en esta blanca adaptación de Garbi Losada y José A. Vitoria, ninguna tal el amor –nunca restrictivo ni disidente- encabeza todos los flujos e influjos de los seres conscientes frente a la esposa y madre enferma (en efecto inconsciente y atrapada ya por el zafio y abrupto espantajo de la  pérdida de memoria y la enmarañada desorientación temporal y espacial).  Dígase –incluso con melosa ufanía lírica- que el restaurante (como metáfora de ilusiones pretéritas y de urdimbre familiar) ofrece en su carta de menús el amor como especialidad de la casa. Pero bajemos anticipadamente al patio de butacas. Un tangible signo victorioso: el coliseo jerezano presentaba aquel nutridísimo lleno propio de la época dorada del teatro español. Alecciona nunca en demasía el regreso fervoroso de la apuesta por este género tan prolífico de enseñanzas sociales. La multitud se agolpaba en una estampa de veras prometedora. Era jueves y no fin de semana: la dejación y la indolencia del público brilla, consecuentemente, por su ausencia. Sea, por ende, un punto y seguido…

La función teatral contaba con el escoltado acicate del filme de Campanella, tan dadivoso de ternuras bien cimentadas en el tejido de la sensibilidad del respetable. Y con la preeminencia del cuadro actoral cuya circularidad capitanea ese incombustible animal escénico reconsiderado por méritos propios como acaso el más completo y cualificado actor de nuestro país: Álvaro de Luna. Tan sobrado de tablas como copioso de la sencillez formal de los genios del arte. Al pie del cañón a pesar de su ya octogenaria naturaleza.  Álvaro de Luna jamás se aparta de la implicación más rotunda y verosímil. No economiza los esfuerzos, no distrae la expresión dramática, tan maestro en la gestualización, en el lenguaje corporal, en la dicción natural. A caballo entre la comedia y el drama, el elenco de actores acunan las situaciones límite del estrés, la congoja, la indignación, el enamoramiento sin fecha de caducidad –matrimonio de la tercera edad- y la pasión descuidada –los jóvenes histriónicos y granulosos de apegos encontrados-. La travesía emocional provoca la revitalización –a modo de palmaria moraleja- de lo esencial sobre lo accidental.


Muy destacable la actuación de Juanjo Artero –que se agiganta y se perfecciona encima de las tablas: sin lugar a dudas su espacio propicio para la interpretación y a quien las incursiones televisivas dañan en una enlatada imagen quietista de actor de serie (por no decir a bocajarro de teleserie)-. Tina Sainz se vale de la técnica de las amables sorpresas –el gag silábico- que endosan los repentinos cambios de timbres de voz como resultante de una ingenuidad a menudo la mar de simpaticona. Esa novia grácil e indómita que centraliza la receta del amor circunflejo. La crítica especializada ha de poner en valor la emergencia de Dorleta Urretabizkaia, actriz talentosa y profesional cuyo tonelaje interpretativo demanda antes que después la dársena del estrellato. Pese a que a veces el ritmo narrativo singlaba en lentitud, la habilitación de los efectos de luces y a su vez los sonoros neutralizaban una puesta en escena marcada por la vivacidad de los diálogos de estilo directo. ‘El hijo de la novia’ hizo las veces de confesionario habilitado para todas las manifestaciones del valor capital del patrimonio inmaterial de las personas corrientes y molientes: ese tesoro tercamente invisible a nuestros ojos que sin embargo reluce a diario en la fortuna indescriptible del cariño de nuestros semejantes. Quede constancia en negro sobre blanco. Siquiera sea por cuestión de principios. 



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