Crítica
‘El fantasma de la ópera’
Texto:
Marco A. Velo
Parecía de partida
de veras complicada la adecuación espacial de ciento ochenta artistas encima de
las tablas. Sobre todo teniéndose en cuenta no sólo el elenco de artistas
principales sino el singular y poderoso dramatis personae –relaciónese
terminológicamente con las máscaras del teatro clásico- que sustentan este
musical avalado por la potencia interpretativa de su puesta en escena. Si atendemos
además a la premisa de la ausencia de dobletes en la encarnación de los
personajes, nos encontramos al cabo con una dificultad sobreañadida que bien sumaba
matices a la ya de por sí compleja presentación de la versión sinfónica de este
musical tan sugerente como innovador en no pocos aspectos visuales.
‘El fantasma de la ópera’ –música de Andrew Lloyd
Webber, letra de Charles Hart y Richard Stilgde, basada en la novela ‘Le
Fantôme de l’Opéra- aterrizaba en Villamarta avalada no ya por la nombradía per
se de la obra –sustentada en una cadena de éxitos cuyos eslabones, verbigracia,
la anunciaban de antemano como “el musical que más años lleva siendo
representado en Broadway y que más premios ha ganado”-: también la reconocida
profesionalidad –amén los componentes del elenco artístico- tanto de la Banda
Sinfónica y Coro del Liceo Municipal de la Música de Moguer y muy señaladamente
del equipo artístico y técnico (descollando en este sentido la dirección
escénica de Alicia González y la coreografía bajo la bien medida
responsabilidad de Virginia López).
¿Qué subrayados
merecen el oportuno destacado? Pues enseguida debemos referirnos a la
jovencísima Soraya Méndez –quien compatibiliza esta prolongada gira con sus
estudios en la Universidad de Ingeniería Aeroespacial de Sevilla y con el
Tercer Curso del Grado Profesional en la especialidad de Canto del
Conservatorio de la capital hispalense- en el papel de Christine
Daaé. Su voz capaz de nimbar los más inalcanzables agudos nos sumerge de una
vez en la textura de una narración que ya de inicio anuncia el sostenible
altozano de la tragedia y el arborescente perfeccionamiento canoro. También la orquestación, la versatilidad de
los miembros –de todas las edades (incluidos niños) del coro del Liceo
Municipal de la Música de Moguer-, el magistral diseño de iluminación, la
capacidad interpretativa –su expresión corporal, su acentuación cómica, la
categoría de una voz dominadora de todos los registros- de Virginia Carmona
(qué simpática y empática su Carlotta Giudicelli), la mentada escenografía y el
vestuario, las actuaciones de Francisco Lagares y Nicolás Cepelo e, insistimos,
la aguda maestría con la que sin artificios se resuelve la disposición y la
convivencia de banda sinfónica, coro, bailarinas y actores sobre el escenario.
¿A la contra?
Quizá que al subastador se le trabara una palabra en la coda de la
representación y que en ocasiones la música anulara la audición del canto.
Villamarta –que de nuevo registró una excelente entrada de público- se trasladó
por arte de la ensoñación colectiva a las catacumbas de la Ópera Garnier de
París. Allí una historia de amor quiso vivificarse a máscara descubierta.