Artículo de Marco A. Velo
En la barruntada prosperidad de su cosmopolita pensamiento
filosófico, Descartes indicó –siempre según la imperecedera técnica del negro
sobre blanco- que los soberanos tienen el derecho de modificar en algo las
costumbres. Una conmemoración cofradiera –hablemos sin aspavientos ni retrancas
de los gloriosos hábitos intramuros la Semana Santa- en parte troca, para
enaltecerla, las habituales costumbres de la Hermandad celebrante. La nuestra
de las Cinco Llagas ha cosechado al efecto una suerte de episódicas e incluso
epidérmicas secuencias –a la Historia por la intrahistoria- que ya jamás
olvidaremos –así soplen iracundamente los vientos de la desmemoria o de la a
veces punzante amnesia colectiva-. Tiempo disfrutaremos –con el repente
sintético de no pocas ocasiones contaremos- para acentuar el balance oportuno y
propiciatorio. Como bien señalara el Hermano Mayor don Juan Lupión Villar en su
breve y certero discurso de clausura del LXXV Aniversario de la Reorganización
desde el atril de Sala Compañía tras el término encendido y ovacionado del
Pregón conmemorativo, los resultados de tan fecundo programa de actividades ha
rebasado con creces y por alto las expectativas depositadas inicialmente en su
desarrollo y puntual ejecución.
Pero detengámonos sin digresiones en la referencia –de perimétrica
sensibilidad corporativa- relativa a los dos actos (penúltimo y último) a modo
de brocamantón de oro para una efeméride de diamante. Ad maiorem Dei gloriam.
20 de noviembre del año en curso de Gracia del Señor. En un repente se despejó
la linealidad monocolor de la fachada principal de la iglesia de San Francisco.
Minutos antes tres recentísimos máximos dirigentes de esta corporación nazarena
–don Francisco Barra Bohórquez, don Juan Lupión Villar y el arriba firmante
(sentados además juntos veinticuatro horas después enhebrando épocas de
remembranzas y actualidad en la primera fila de Sala Compañía)- conciliaban ahora
la satisfacción consumada y jamás consumida del viejo anhelo de sucesivas
generaciones de cofrades de las Cinco Llagas: un retablo cerámico de Nuestro
Padre Jesús de la Vía-Crucis que a su vez haga las veces de asidero y evasión y
reclamo y acogida de cuantos furtivos e inasibles e inaprensibles rezos
precisen –con solicitud de urgencia y con prontitud irreemplazable- de la
referencial hechura del Divino Nazareno Franciscano. Así también fue comentado
con bemoles de valentía en entrevista concedida por nuestro histórico hermano
José Soto Rodríguez a instancia de medios de comunicación: “Hemos tenido que
esperar setenta y cinco años, sí, pero esta efeméride ha servido para que al
fin podamos perpetuar el azulejo del Señor en la fachada de la iglesia”.
La designación del virtuoso don Manuel Castellano Sánchez –esas fluviales manos capaces de despejar
todo eclipse del dibujo imposible- era una apuesta sobre seguro. Afirman los expertos en artes gráficas que el
cartel ha de ser, inmutablemente, un grito pegado en la pared. El retablo
cerámico de Nuestro Padre Jesús de la Vía-Crucis entraña la lectura pictórica
de toda la doctrina de Cristo en el allanado trazo de un relieve de emociones
nunca contritas. El Señor que traspasa los muros de piedras de la invisibilidad
para revelarse en paleta de credos y creencias. Ya no existen ni muros ni
cerrojos ni horarios para el encuentro del Nazareno caminante con los suspiros
–a menudo febriles de ignotas agonías- de sus miles de devotos. ¿Cuántos pactos
quedarán sellados, de ahora en adelante, cuántos susurrantes promontorios de
plegarias apenas esbozadas, cuánta luz sobre tiniebla de andar por casa, cuánta
calma de algodón sobre los trasmundos del instinto, cuánto diálogo sobrehumano
allí, en el rincón confesional de la Plaza Esteve? Sí, Pepe, setenta y cinco
años después…
Sábado 21, jornada siguiente, hoja del calendario subsiguiente.
Dos hombres –alto y corpulento el uno, menudo y delgado el otro- de traje negro
ambos, de porte y señorío sendos, corbata al nudo y camisa blanca como la
ancestral seña de identidad de la cofradía homenajeada, inmaculado pañuelo albo
asomando sobre la baranda de un externo pecho de romance y caliente tintero. ¿Encima
de las tablas, a ras de escenario? La antigua cruz de guía de la Hermandad
–travesaños de horizontal trayectoria retrospectiva- dividía en cuatro los
espacios de esta emoción que se amansa y se remansa y se agita y se filtra por
la tupida red del recurso del método, de la purgación en garabatos de letra
pendolista, de conversión cristiana según la oratoria a dos voces de la
simetría, de los equilibrios, de las cristalizaciones de esta conmemoración tan
cofradiera traducida hoy en hondones poéticos, en fascinación poemática. Patrimonio
material e inmaterial hallan las uterinas confluencias literarias. Dos
primerísimos espadas en la cuadratura del redondel de una faena que no requiere
la portagayola de la temeraria inicial apertura. También lo sentenció
Descartes: “no considero que el miedo o el espanto puedan ser loables o
útiles”. Don José Luis Zarzana Palma y don Enrique Víctor de Mora Quirós
–hermano veterano y hermano tácito y potencial respectivamente de ésta de las
Llagas- no conocen las medias tintas de una estilográfica unigénita que escribe
calidad de párrafo, amuleto de endíadis, edición no venal, declamación
intertextual.
Enrique –recreando imaginariamente el capítulo múltiple del
encargo de la imagen del Señor a Ramón Chaveli en su taller de la Plaza
Mirabal- saca a la palestra cuatro nombres insignes –como códices nominales que
irrigan sangre al corazón de la práctica totalidad de nuestros preclaros
antecesores-: Pedro y Ramón Guerrero González, Manuel Martínez Arce y Pepe
Gómez Morales. ¡Qué romance tan fidedignamente revivido! ¡Qué extrapolación de
puño y letra al ábside y a los arbotantes del útero de aquel sacrosanto
encuentro a la manera de la otrora clásica negociación de encargos de
cofradías! ¡Qué propugnación para jalonar y erizar los vellos de la piel de una
Hermandad entera y enteriza! Minutos después, y emergiendo de la garganta
castiza de Zarzana Palma, la glosa color sepia de la primera salida del Señor a
las calles de un Jerez hambriento de pan candeal y sediento de prosperidad
económica. Padrenuestro en rima que levanta de sus asientos la ovación del
público concurrente. Fotografías de Pereiras estampadas a una pantalla que es
filme de sonoridad de versos cabalgantes sobre una ingrávida gravedad de sueños
despiertos. Manuel Martínez Cano, hijo de Manuel Martínez Arce, y José Soto
Rodríguez, hijo de José Soto Ruiz, se emocionan visiblemente al escuchar
repetidamente el nombre de sus progenitores en los altavoces de una sala trasmutada
in situ en cascada y almenaje de Hermandad que se forja allá donde el silencio
habla y comunica y también allá donde la voz enmudece porque prioriza las
acciones a las palabras. Dos poetas –tan de Ignacio Sánchez Mejías el primero,
tan de Gerardo Diego el segundo-, algebristas del verbo -¡qué justo homenaje
lírico a Manuel Guerrero Ramos!-, cumplieron a rajatabla con el encargo
encomendado: poetizar la esencia de una idiosincrasia de minorías que sin
embargo encandila a las mayorías de las generaciones –mutatis mutandis- abrigadas
bajo el corchete de setenta y cinco años de testimonio y compostura. La Cena de
Gala de Clausura en las prestigiosas y prestigiadas bodegas Álvaro Domecq fue
brindis y convivencia y fraternal júbilo compartido. La ocasión merecía esta
especialísima celebración al calor y al cobijo de los exquisitos caldos de la
tierra. ¿Una leve modificación de la costumbre? Probablemente en Descartes
encontremos el intríngulis de la respuesta.