"Es desde los márgenes, en la orilla, donde el teatro puede decir las cosas más claras"



El malagueño publica el libro 'El diario de Próspero', una reflexión sobre la pérdida de influencia y la condición de liturgia de las artes escénicas.


fuente: diario de sevilla - BRAULIO ORTIZ / SEVILLA

A menudo, en las representaciones de teatro a las que asiste, Pablo Bujalance (Málaga, 1976) aprecia, por el poco público que acude, "una impresión de derrota, de fracaso, de supervivencia cadavérica, como si un muerto viviente se pusiera de pie ante nosotros y sus huesos se vinieran abajo apenas dados dos pasos". El dramaturgo y novelista, crítico y redactor de Cultura del Grupo Joly sabe que un período difícil como éste quizás sea el momento para repensar el teatro. En El diario de Próspero, el libro que tiene su origen en el blog del mismo nombre y que publica con Ediciones En Huida, el especialista reflexiona sobre la pérdida de influencia de las artes escénicas, su condición de liturgia y su necesidad de independencia para pronunciarse oportunamente sobre el mundo.

-Usted ve a Próspero, el Próspero de La tempestad, como un símbolo del propio teatro.

-Sí, ese Próspero exiliado, dedicado a sus pócimas secretas... El teatro se ha vuelto algo cada vez más reducido, más fuera de los circuitos, más fuera de lo oficial, más pobre no sólo en un sentido económico sino también formal. Hay una crisis que, sí, viene motivada por el 21% del IVA, por la caída de la producción, la caída de la distribución, pero hay también una crisis, entiendo, en lo cultural. Hay otras manifestaciones que parecen conectar con públicos más amplios, y parecen ofrecer más respuestas a las inquietudes de la gente. El teatro no puede digitalizarse, hay que ir a verlo, es muy farragoso, es caro... Por esas características, parece que se ha convertido en una especie de dinosaurio.

-En su libro se pregunta cuándo fue la última vez que le ocurrió algo novedoso al teatro español, y opina que lo que se hizo en la Transición estaba "inventado desde algunas décadas antes".

-Existió la posibilidad de hacer un verdadero teatro español, porque había gente de talento contrastado que venía en su mayor parte de la resistencia antifranquista. Un teatro español que se pudiera identificar como tal, no sólo a nivel de industria sino también de público, y que llegara a tocar el corazón de la gente. Digamos que ese intento llegó tarde: al mismo tiempo que eso sucedía, que ese talento se reunía y empezaba a poner ideas serias sobre la mesa, empezaban a importarse otros modelos, comedias más sencillas y accesibles que sintonizaron muy bien con el público. No había industria, hoy tampoco, pero lo que podíamos llamar industria se agarró a este teatro fácil, complaciente, pensado como alternativa de ocio, como complemento a la cena y a la copa. Ese posible teatro español se desperdigó en el andaluz, en el catalán, en gente muy concreta, en nombres como Els Joglars, Comediants, o aquí La Zaranda y Salvador Távora. El grueso del teatro se entregó a ese formato de usar y tirar, que tuvo el recorrido que tuvo.

-Una frase que oyó a un espectador en una obra del gran Thomas Bernhard, "hay que colgar al autor", le lleva a reflexionar sobre uno de los peligros del teatro: el aburrimiento.

-Queda esa falacia pendiente, la de separar desde la crítica ilustrada entre un teatro popular, divertido, fácil, masticadito, y otro teatro más complejo pensado para las élites. Shakespeare es el ejemplo más evidente. Hay una tendencia siempre a valorarlo como el gran Shakespeare, pero en Shakespeare, y en Calderón y en los grecolatinos, hay un componente lúdico del que uno no se puede desentender. Distinguir entre un teatro más o menos accesible es un error: en primer lugar porque la intención de ganarse al espectador tiene que estar siempre.

-Usted recupera una reflexión conmovedora que hizo José María Pou, que comparó al actor con el padrino de una boda antigua que reparte peladillas que alguien encontraba más tarde en un bolsillo. El intérprete no arroja peladillas, pero sí ideas que puede encontrarse más tarde el espectador.

-Le cuento esa historia a menudo a los actores, porque creo que les sirve, lo de ir arrojando ideas. El espectador seguramente no es consciente de lo que el actor está diciendo, pero igual pasa el tiempo y cae en la cuenta de aquello. El teatro maneja fenómenos conscientes, pero también inconscientes. Vittorio Gassman decía que un actor tenía que ponerle una vela a San Miguel y otra al diablo, tenemos que contar con lo que está a nuestro alcance y lo que no está a nuestro alcance. Lo imprevisible va a jugar también su papel. El teatro no puede elaborarse como una receta de cocina: tiene una parte oscura, que no se controla.

-Es una liturgia, un ejercicio ético que ayuda a comprenderse a uno, a comprender al otro.

-El actor es el que encarna este compromiso, ese elemento ético de ser otro y reflejarse en el otro, más bien de que el otro se refleje en nosotros. El actor se desnuda, suda, es otro, y, en la medida en que uno observa, uno mismo también está siendo otro. Esa liturgia lleva 2.500 años haciéndose igual: al final todo es que el actor se hace otra persona, y quien lo mira también.

-Dedica un capítulo al teatro andaluz, del que destaca su diversidad.

-El teatro andaluz cobra una identidad especial ya en los años 60, cuando empieza a haber unos movimientos ligados a la reivindicación política y territorial. A través de pioneros como Salvador Távora en Sevilla, Manuel Pérez Casaux en Cádiz, Axioma en Almería. Era gente que ya hacía cosas muy distintas, pero había algo andaluz que los vinculaba, posiblemente esa gana de resonar en el territorio en el que trabajaban y de encender una mecha y despertar a los vecinos que tenían más cerca. Quizás la clave la encuentro cerca del flamenco, en una frase de Juan de la Zaranda, que decía que quería devolver el eco de la seguiriya. Es una sabiduría que ya está en el Siglo de Oro. El fraseo, el silabeo, el compás: eso ya está en Calderón de la Barca, sobre todo en su teatro breve. La posibilidad de decir lo más alto, lo más espiritual, en un lenguaje pobre. Hablando de teatro y marginalidad, el teatro andaluz encarna muy bien esos valores: podemos decirlo todo con los mínimos materiales precisos.

-Eso es exactamente lo que hace Beckett. 

-Beckett es el gran ejemplo. Es el portazo a la historia de la literatura y del teatro. Finalmente, digámoslo todo no diciendo nada, o diciendo lo indispensable, despojándonos poco a poco para ir al silencio. Él lo hizo así con el lenguaje y poco a poco lo fue haciendo con la escena. La dirección escénica se convirtió en su manera de escribir sin lenguaje. Es en el teatro último, su teatro más breve, ya casi sin texto, solamente acotaciones, donde yo creo que él es más Beckett, donde él dice exactamente lo que quería decir. Por eso al final intento hacer una lectura positiva de la crisis y la marginalidad del teatro en el presente. El teatro está en las afueras, lo ha estado siempre. Pero precisamente desde esa orilla, desde el afuera, es donde el teatro puede decir las cosas más claras. No se trata de tener una vocación de ser el arte pobre. Se trata de decir: estamos fuera, pues vamos a crecer desde aquí hacia adentro, hacia el corazón. Estamos en las condiciones para hacer que el teatro sea algo importante.

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