Salomón, el hombre
sabio, exhortaba a los hijos a respetar a sus padres. Aunque en la actualidad
ya no estemos directamente bajo su autoridad, no podemos ignorar el mandamiento
que aprendimos de pequeño de honrar a nuestros padres. Obviamente, se nos ordena honrar a nuestros
padres, pero ¿cómo? Honrarlos tanto con nuestras acciones como con nuestras
actitudes. Honrar sus deseos no expresados, como los hablados. Con el
final de la vida de los padres no se llega al final de las obligaciones de los
hijos. Todavía queda el honrar a los padres tras la muerte. Tras dar una digna sepultura a los hijos
les queda la obligación de mantener el respecto de los difuntos y de venerar su
memoria. Esta se realiza tanto con hechos como con palabras. Desde la cultura
judía, con esta doble expresión de reverencia
al padre difunto, se mantiene y se aumenta el honor de la familia, porque los
antepasados suponen un cauce fundamental del honor que alguien recibe al nacer,
esto motiva que el respeto a los antepasados fuera tan cuidado en la
cultura mediterránea.
El non omnis moriar horaciano es incuestionable. El hombre nunca
muere del todo. Perdura en el recuerdo, en sus obras, en los sentimientos de
parientes, amigos e instituciones. Hay una continuidad histórica, afectiva y espiritual
de unos hombres con otros. Vivos y muertos se enlazan en una cadena
ininterrumpida. “No hay una existencia humana, escribió Savigny, absolutamente
aislada e independiente... Todo hombre debe valorarse, a la vez, como miembros
de una familia, de un pueblo,... y cada época como la continuación y desarrollo
de todos los tiempos transcurridos. Ninguna época produce su mundo por sí, sino
que lo hace siempre en comunidad indiscutible con todo el pasado”. Dentro de
esta conexión indefinida de unos seres con otros, tiene sentido la successio
in universum ius y la protección de la memoria defuncti, que es
tanto como proteger lo imperecedero de él: recuerdos, afectos, buen nombre,
etc. Lo imperecedero del hombre que ha desaparecido del mundo de los vivos, lo
que llamamos su “buena memoria”, se perpetúa en herederos, allegados, íntimos o
cuerpos sociales a los que perteneció o contribuyó a crear.
Sin duda, la personalidad del difunto se extinguió con la muerte pero los
vivos evocan o recuerdan aspectos, expresiones, modos de ser y pensar del
fallecido. Eso es la memoria, que sólo pervive en los vivos (parientes,
conocidos, amigos), no en el difunto. “Aunque la muerte del sujeto de derecho
extingue los derechos de la personalidad, la memoria de aquél constituye una
prolongación de esta última que debe también ser tutelada por el Derecho”
(Exposición de Motivos de la LO 1/1982, de 5 de mayo). De este texto portical
se deduce que la memoria defuncti es algo vivo, pues, dada por supuesta
la extinción de la personalidad por efecto de la muerte, algo de ésta se
prolonga o supervive. La imagen de las personas fallecidas, sobre todo si
son famosas, puede ser distorsionada o tergiversada. En estos días propicios
para el recuerdo y la honra a nuestros antepasados, en especial a los más
cercanos, los hijos de José María Pemán anuncian, algo que ya se esperaba, la
demanda de una querella criminal para restituir el honor de su
padre, un gesto completamente legítimo que también los honra a ellos, porque
viene a cumplir con ese mandamiento filial. Ahora será la justicia la que
cumpla con su cometido. Los hijos de Pemán ya lo han hecho.