Desde hace muchos años llevo conmigo unas libretas, siempre
del mismo modelo anticuado y sin pedigrí, de hule negro y papel de cuadrícula,
muy resistentes y con más carácter, a mi modo de ver, que las famosas
moleskines, mucho más distinguidas. Provienen todas ellas de una partida que
encontré en el Rastro hace treinta años, pero se me están agotando, lo que vivo
con desasosiego, como si temiera que la vida fuese a acabárseme el día en que
vaya a acabar la última. En ellas voy anotando todo tipo de cosas, sin orden,
frases mías o ajenas, ideas, datos, recuerdos, y pegando papelitos que
encuentro tirados por ahí, o que recorto, que llaman mi atención por algún
motivo. A veces concentro en alguna los preparativos para un libro o para un
trabajo, pero casi siempre se trata de anotaciones caprichosas e inconexas que
pienso podrán servirme un día para tal o cual libro, pero tiempo después apenas
tienen un sentido, difícil de adivinar.
Como se han ido llenando sin ningún
orden, encontrar después algo en ellas acaba siendo una tarea extenuante y a
menudo fracasada. Pero al mismo tiempo eso me deja tranquilo, porque pienso que
mientras haya en ellas cosas que aún estén por pesquisar y ordenar, mi vida no
se extinguirá. No creo que tengan ningún valor, pero de vez en cuando me gusta
verlas todas juntas por encima, como le puede gustar a un chico mirar su
colección de huevos de pájaro o de piedras de colores. Algunos aspectos suyos,
pegar, cortar, colorear, me han distraído, como el que remienda redes, pero a
veces me han parecido la prueba de que podemos ordenar el caos, sin destruirlo.
Las libretas, de unas ciento ochenta páginas cada, tienen
un formato muy práctico, en octavo, ideal para el bolsillo de una americana, y
el hule las defiende del uso indiscriminado. Las hay misceláneas o
monográficas, como las que dediqué a La noche de los Cuatro Caminos o esa otra
en la que llevo los bocetos de las cubiertas de La Veleta, o la dedicada a las
frases y dichos que voy recogiendo de Manuel Bonilla, de El Pago de San
Clemente, la persona a quien yo haya oído un castellano más expresivo y poético
a fuerza de concreto, y otras.
Los cuadernos en los que se escribe el Salón de pasos
perdidos, son, por el contrario, cada cual de su padre y de su madre, como
suele decirse. Los hay de todos los tamaños, mejores y peores, de papel bueno y
malo, feos y bonitos, unos me los han regalado y otros los he comprado yo en
cualquier parte, cuando he terminado uno y necesito otro, y en ellos las
páginas no están cuadriculadas, sino que son siempre blancas, y también vienen
conmigo a todas partes. Escribo en ellos a mano y a veces suelo dibujar algo,
un paisaje, la vista que se ve desde la ventana, el interior o alguna viñeta
para hacer las separaciones entre año y año.
Frente a la escritura en ordenador, que tiene desde su
misma irrupción en la pantalla una apariencia tan definitiva y paradójicamente
tan… muerta (por la perfección de sus letras y la limpieza de su página, sin
tachones, sin borrones, sin suciedad, sin pliegues ni imperfecciones del papel,
la máquina nos hace creer que al tiempo que escribimos, somos unos consumados
cajistas), frente al ordenador, decía, estas libretas siguen teniendo su
carácter de “borrador” y provisional, de algo que está reclamando la revisión,
la reescritura, la versión definitiva, y para mí son algo vivo, incluso cuando
después de pasar al ordenador su primera redacción, esta ha sido superada,
transformada o incluso suprimida.