Como Pedro por mi casa. Un artículo de Fernando Sánchez Dragó

Escribo a todo meter estas líneas en el taxi que me conduce hacia mi hotel de paleohippy desde el aeropuerto de una ciudad muy remota de cuyo nombre no pienso acordarme. Eso sería dar datos (perdón por la redundancia) y en tamaña soplonería yo sólo incurro cuando alguien me encañona. E incluso, entonces, los doy falsos. En los viajes no me llevo ni tan siquiera el móvil de la Cuaternaria que a veces, con suma cautela, utilizo en Madrid. ¡Cuán inmenso placer el de meterme en la panza de un avión transoceánico o intercontinental, que tanto monta, sin que nadie pueda saber de mí ni rastrear mis huellas! Y cuando digo nadie, digo nadie. Será pueril, pero me agrada engañar en eso a los amigos y a la familia. Si me voy a Argentina, les digo que me voy a China; y si a China, a Argentina. En mis siete años de exilio sólo hablé por teléfono con mi madre dos o tres veces. Esposas no tenía. Novias, sí, alguna que otra, pero las llevaba puestas. Con algún que otro aerograma ?ya nadie sabe lo que es eso? me las apañaba. Claro que entonces era casi imposible hablar por teléfono con gente avecindada en lugares que no estuviesen a la vuelta de la esquina.
Entre Madrid y Barcelona, por poner un ejemplo, tardaban varias horas en establecer la comunicación previamente solicitada a una telefonista, y eso que en aquellos días, tan azules, tan felices, eran ciudades que estaban en el mismo país. Imaginen entre Soria y Roma, donde transcurrieron los tres primeros y los dos últimos años de mi exilio, o entre España y los países asiáticos, en los que pasé los restantes. Una vez intenté hablar con Madrid desde Katmandú y, tumbado en un banco cochambroso de la Telefónica local, tardé treinta horas en conseguirlo. Pasaron como un sorbo de champán, porque alivié la espera fumando unchilón tras otro de excelente marihuana nepalí. Era (y es) una de las mejores del mundo. Calculaban su peso en tolas ?alrededor de doce gramos cada una? y las vendían con el beneplácito del Estado, que tenía el monopolio, en una especie de guardillas similares a la de Silvestre Paradox, el héroe de Baroja, en la madrileña calle de Pez. Poco después empezaron a aparecer los agentes de la Cia, los misioneritos de las gubernamentalísimas organizaciones no-gubernamentales, los mamporreros de las multinacionales, los montañistas y (lo peor de todo) los turistas, y los días azules se fueron al carajo. C'est la vie, ¡puñeta! Pero no quería hablar de nada de eso. Me he ido por los cerros de... ¡Huy! Casi digo dónde estoy. Es lo que pasa cuando se escribe en un taxi cuyo conductor está convencido de ser mi tocayo Alonso con la cabeza extraviada entre las nubes del jetlag.


Vuelvo a mis cabales. Quería hablar de los controles en los aeropuertos después de los sucesos de París. Me fui el domingo al de Barajas sospechando que iban a palparme hasta la próstata, y nada. Fue como siempre. Atravesé, en tránsito, el de Heathrow, donde suelen ser muy pijoteros, y lo mismo. Pasar por la aduana en el aeropuerto donde hace media horita cogí este taxi ha resultado ser tan sencillo como salir de casa silbando con la chaqueta al hombro. Es lo que Baroja dice que hizo al echarse a la vida en la primera línea de sus Memorias... ¡Allá muevan feroz guerra ciegos reyes! ¡Va por usted, don Pío, y salga el sol por Occidente, que yo tengo aquí por mío cuanto el horizonte abarca!

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