Escribo
a todo meter estas líneas en el taxi que me conduce hacia mi hotel de
paleohippy desde el aeropuerto de una ciudad muy remota de cuyo nombre no
pienso acordarme. Eso sería dar datos (perdón por la redundancia) y en tamaña
soplonería yo sólo incurro cuando alguien me encañona. E incluso, entonces, los
doy falsos. En los viajes no me llevo ni tan siquiera el móvil de la
Cuaternaria que a veces, con suma cautela, utilizo en Madrid. ¡Cuán inmenso
placer el de meterme en la panza de un avión transoceánico o intercontinental,
que tanto monta, sin que nadie pueda saber de mí ni rastrear mis huellas! Y
cuando digo nadie, digo nadie. Será pueril, pero me agrada engañar en eso a los
amigos y a la familia. Si me voy a Argentina, les digo que me voy a China; y si
a China, a Argentina. En mis siete años de exilio sólo hablé por teléfono con
mi madre dos o tres veces. Esposas no tenía. Novias, sí, alguna que otra, pero
las llevaba puestas. Con algún que otro aerograma ?ya nadie sabe lo que es eso?
me las apañaba. Claro que entonces era casi imposible hablar por teléfono con
gente avecindada en lugares que no estuviesen a la vuelta de la esquina.
Entre Madrid y Barcelona, por poner
un ejemplo, tardaban varias horas en establecer la comunicación previamente
solicitada a una telefonista, y eso que en aquellos días, tan azules, tan
felices, eran ciudades que estaban en el mismo país. Imaginen entre Soria y
Roma, donde transcurrieron los tres primeros y los dos últimos años de mi exilio,
o entre España y los países asiáticos, en los que pasé los restantes. Una vez
intenté hablar con Madrid desde Katmandú y, tumbado en un banco cochambroso de
la Telefónica local, tardé treinta horas en conseguirlo. Pasaron como un sorbo
de champán, porque alivié la espera fumando unchilón tras otro de excelente marihuana
nepalí. Era (y es) una de las mejores del mundo. Calculaban su peso en tolas ?alrededor de doce gramos cada
una? y las vendían con el beneplácito del Estado, que tenía el monopolio, en
una especie de guardillas similares a la de Silvestre Paradox, el héroe de
Baroja, en la madrileña calle de Pez. Poco después empezaron a aparecer los
agentes de la Cia, los misioneritos de las gubernamentalísimas organizaciones
no-gubernamentales, los mamporreros de las multinacionales, los montañistas y
(lo peor de todo) los turistas, y los días azules se fueron al carajo. C'est la vie, ¡puñeta! Pero no quería
hablar de nada de eso. Me he ido por los cerros de... ¡Huy! Casi digo dónde
estoy. Es lo que pasa cuando se escribe en un taxi cuyo conductor está
convencido de ser mi tocayo Alonso con la cabeza extraviada entre las nubes del
jetlag.
Vuelvo
a mis cabales. Quería hablar de los controles en los aeropuertos después de los
sucesos de París. Me fui el domingo al de Barajas sospechando que iban a
palparme hasta la próstata, y nada. Fue como siempre. Atravesé, en tránsito, el
de Heathrow, donde suelen ser muy pijoteros, y lo mismo. Pasar por la aduana en
el aeropuerto donde hace media horita cogí este taxi ha resultado ser tan
sencillo como salir de casa silbando con la chaqueta al hombro. Es lo que
Baroja dice que hizo al echarse a la vida en la primera línea de sus
Memorias... ¡Allá muevan feroz guerra ciegos reyes! ¡Va por usted, don Pío, y
salga el sol por Occidente, que yo tengo aquí por mío cuanto el horizonte
abarca!