Lo irreprochable. Un artículo del recordado académico Julián Marías





DURANTE mucho tiempo se ha buscado conseguir, en todos los órdenes, lo irreprochable; aquello que se puede aceptar sin reservas, con plena adhesión y satisfacción, que cumple las condiciones admitidas, de un modo expreso o tácito, para ser estimado. Se ha producido una alteración muy difundida, desde luego en España, pero, si no me equivoco, que afecta a nuestra época en general, y que consiste en la renuncia a esa exigencia de que algo, personas, instituciones o conductas, sea irreprochable.
Se da por supuesto que las cosas y, lo que es más grave, las personas no lo son. No se mantiene la aspiración, no digamos la exigencia, de que las cosas sean así. Esta actitud parece pesimista, pero no es la impresión que la acompaña. Más bien se trata de la condición de que las cosas son así irremediablemente, y hay que tomarlas como se presentan.

Hay una actitud que se puede llamar tolerancia y que consiste en la aceptación de que las cosas hayan sido imperfectas, no deseables, afectadas por limitaciones o errores, lo que no las invalida totalmente. En otras épocas se ha dado esta actitud abierta y comprensiva, pero con un inequívoco matiz de rectificación. Se pensaba: hay que reconocer y aceptar algo que no está del todo bien, pero de ahora en adelante las cosas se van a hacer con plena corrección. Esta actitud apenas existe en la actualidad. La nueva forma de tolerancia no incluye la rectificación, es decir, no consiste en la superación en el futuro de un pasado en alguna medida inaceptable.

Late en esta actitud una pérdida de la distinción entre los tiempos: el pasado es una cosa, el futuro algo que todavía no existe, respecto de lo cual hay libertad, y un presente que es el momento del examen, la valoración y la decisión con vista al futuro.

Siempre se ha pensado que el porvenir es Reino de libertad; por no existir todavía, está libre de todo lastre, abierto a lo que se invente, imagine y decida. El hombre ha sentido siempre, en cualquier circunstancia, esta convicción: el porvenir es mío. Es la reivindicación de la libertad que proporciona lo todavía inexistente. Temo que esto, tan claro, se ha desdibujado en la mayoría de las mentes actuales. En el fondo se trata de una confusión temporal. El presente es una línea divisoria entre el pasado, existente, inevitable, cuya masa puede oprimir, y el porvenir, que por no tener realidad, por no existir todavía, permite la imaginación, la invención, y en ese sentido nos pertenece como lo más propio. Se dirá que es una propiedad inexistente, sin realidad alguna; le pertenece esa extraña y esencial forma de realidad que es la posibilidad.

Se está produciendo una renuncia a lo irreprochable, a aquello que suscita estimación, adhesión sin reservas, que permite hacer pie en ello y seguir adelante sin vacilación, con la evidencia de que el punto de partida es justo y sólido. Desde ahí se puede uno enfrentar con el porvenir, problemático y dudoso, con diversos caminos abiertos ante nosotros, con la amenaza ineludible del posible error. No existe seguridad ante el porvenir; pero puede haberla respecto al punto de partida; los pies están firmemente en el suelo, en un suelo sólido en el que se puede confiar, desde el cual se pueden dar pasos inciertos. Una de las situaciones más inquietantes y perturbadoras por las que puede pasar el hombre es el temblor de tierra, el terremoto. Cuando lo más sólido, con lo que se cuenta incondicionalmente, falla, se tiene la más fuerte impresión de incertidumbre. Si no se puede contar con el suelo firme, ¿en qué se puede confiar?

El hombre vive siempre sobre un reportorio de certidumbres; de las más importantes no tiene ni idea: son las creencias básicas en que se asienta la vida, y que ni siquiera son conocidas. Cuando uno está convencido de algo, es que no es una verdadera creencia fundamental; de estas ni siquiera nos damos cuenta. Las fórmulas del lenguaje resultan en cierta medida engañosas: cuando se dice que se está seguro de algo, es que esa seguridad no es plena y total, no es una verdadera creencia, porque lo propio de esta es que no se tenga «ni idea». La intensidad de una creencia está en razón inversa de su posibilidad de formulación.

La formulación expresa de una creencia revela que no se trata propiamente de eso, sino de algo distinto. Hace muchos años me hice esta pregunta: ¿por qué se canta el Credo? No se puede cantar el teorema de Pitágoras o las reglas del silogismo; el canto es la forma de dar fuerza, vigor vital, a lo que no es estrictamente creencia.

Lo irreprochable es posible; existe y cuando lo encontramos sentimos una extraña confianza, la impresión de poner los pies en tierra firme, sin temblores ni fisuras. El peso del mundo moral, del más propiamente humano, depende de la frecuencia, densidad y coherencia de lo que por ser irreprochable nos permite avanzar por tierras extrañas, por mares antes nunca navegados.

La vida reclama un equilibrio entre la certidumbre y la inseguridad; pero la certidumbre nunca es absoluta y definitiva, está sujeta a revisión, confirmación o rectificación; con lo incierto, condición inexorable del futuro, nos enfrentamos en cada momento desde un repertorio de certezas que tienen que ser constantemente revalidadas. No se puede decir: esto es seguro porque lo vi una vez con plena claridad; esa claridad tiene que ser renovada en cada instante; las creencias tienen que ser constantemente puestas a prueba, revalidadas. El matemático no puede descansar en el recuerdo de una demostración que le pareció convincente en sus años de estudiante; tiene que refrendar, renovar con nueva evidencia, aquello que para ser admitido exige una evidencia renovada, no el mero recuerdo de lo que una vez fue así.

La conducta humana tiene que estar siempre apoyada en razones -razones vitales- que la aseguren. No se puede vivir del crédito de lo que alguna vez se ha visto con claridad; hay que renovarla si se quiere vivir con lucidez, con la certeza que proporcionan las convicciones puestas a prueba en cada momento y que resisten a todo intento de demolición.


Se olvida que existe una decisiva posibilidad humana: la de decir «desde ahora...».

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