Crítica de Marco A.
Velo
La vida –tan santiguada de recordaciones ocultas-
nunca ha de brizarse o acunarse bajo el dolo o la simulación del olvido. La
vida es génesis personal y es heráldica. ADN, sintomatología y radiografía. Y
monto de sucesivos aprendizajes. Olvidar incita a la autodefensa empachada de
cobardía. De pavura. De temores sucedáneos. Algo así como procurar espantar sin
maña las cultivadoras huellas del pasado. Caballero Bonald, en un verso
vibrante y nunca virtual, aseguraba que “nadie tan reacio a olvidar como el que
canta”. La dimensión transitable de este vital aforismo sólo supimos acatarla,
ortodoxamente, tan pronto ya disfrutábamos del comienzo –para la libertad,
¿verdad, Miguel Hernández?- del espectáculo –conciertazo según el argot
estipulado por la modernidad- de Miguel Poveda en el Teatro Villamarta. “Para
la libertad, mis ojos y mis manos…”.
El coliseo jerezano –esa orquídea multicolor que
ahora resiste en sordina-, lleno a rebosar. Como rebosa el pensamiento siempre
arborescente de quien conoce al dictado “el concepto mitológico de la
fisiología humana”. El escenario ya encendido y el telón rozando la altura de
esta atronadora ovación que prorrumpe desde los hondones de la soberana
unanimidad. Y de nuevo quedarían despejadas las paredes del endurecimiento de
todos los corazones. Por significarlo al instante –instante de fugacidad de
corto termómetro- con palabras de Vicente Aleixandre, digamos que Miguel Poveda
fue -¿otra vez, hermano adoptivo de nuestra Andalucía?- “caricia, seda, mano,
luna que llega y toca”. Generoso hasta la extenuación. Dos horas y media de
kilométrico concierto que sin embargo escapó como agua de entre las agarraderas
emocionales de tantísimos jerezanos entonces apiñados en la sombra clara del
patio de butacas. “Lo importante es quererse” declaraba el cantante entre
canción y canción.
Y la antología poética hecha melodía. Miguel Hernández, Pablo Neruda, Federico
García Lorca, Rafael Alberti, Ángel González… Donde pongo la vida, pongo el
fuego. Quevedo, Lope de Vega. Soneto de Luis Eduardo Aute. Florilegio lírico en
voz de un joven indesmayable. Para cercenar de cuajo, de tajo y a destajo los
aspavientos de cualquier fantasmagoría. El fulgor del artista Poveda es un
apagafuegos de quemazones y resquemores internos. Podríamos quizá aseverar con
Eric Fromm que “hoy, cuando la posmodernidad prefiere la escenificación del
decorado, hay que luchar para que los hombres no huyan ante la realidad y sean
capaces de aceptarse como son”. Poveda proviene de la morada uterina del hogar
universal del hombre. El tiempo siempre juega a su favor. Sin noquear las
cicatrices de los gustos plurales. Raíz que entronca en loor de
multitudes.
El dominio de su garganta es la cátedra cum
lauden de un genio y a su vez ídolo de las tablas. Patina por el escenario
derivándose en gestualidades de témpora y compañía. Arde –dulce, rosáceo- el
vigor de una afinación que ya entonces valúa y evalúa los hitos de lo
inasiblemente posible. Intercambio de impresiones con el público concurrente:
ni contrición ni epístola perdida. Tótem que no disemina. Coexiste una
recitativa constancia de la sabiduría. Y, cuasi abruptamente, todo es de color.
Homenaje desgarrado y no desgajado a Manuel Molina. Señor de los espacios
infinitos… Párpados que ipso facto aprietan la impotencia del regreso. Dum
spiro, spero. Elegancia de chaqueta ajustada, toque personal de quien no
habitualmente quiere a ciegas… ¿Fue, sí, como un cuento de hadas?
Flamenco en un repente… Y, como en el poema
‘Canon’, ¿ya no significan las palabras lo que en el diccionario significan?
Poveda amilana los estertores de la consunción. La realidad acrecienta su
propia logística de certezas asimismo tangibles. Canta a la vida y jamás a la
muerte. Porque la muerte –con sus abismales herrajes oxidados- sólo recuenta
los teñidos de la negrura. Poveda se hace emperador viviente de la luz cuando
desabrocha el brocamantón del cante. El lamento de la letra escrita pasea ahora
por los arbotantes risueños de Triana. Como la inevitabilidad que no descree
–erre, erre, erre- de los cómputos de la alegría. Villamarta aplaude y a veces,
incontinenti, derrama el sopetón de un piropo como lanzadera de aquella
insondable expresión que brota de parte alguna. Poveda amanece por veces al
socaire de la espontaneidad de la concurrencia. Mundología fina. Reglamentación
del sempiterno decálogo de la reciprocidad. Una castiza seducción de
retributivos lenguajes musicales. Hermanos de camino…
Los relojes de la memoria se entrecruzan en el
eje de abscisas del tiempo. Porque “nadie puede abrir semillas en el corazón en
el sueño”. Poveda homenajea a Camarón de la Isla. Rizos de metáforas y ángeles
de alas de cisne. Retrospección que se abre al desgarro como rota camisa
gitana. Y Poveda se baña en los ríos verticales de la copla. Y, como un inverso
visionario de lo clásico –“volando voy, volando vengo”-, sube –hace subir- al
escenario a don Rafael de León –tan proscrito en las arrabales de la desmemoria
por quienes, ahítos de incompetencia, minusvaloraron su acento poético allá
cuando no obstante merecía un entrada de invitado de honor en la primera fila
del parnaso, del reino del Arte, de la
inmortalidad-. Inmortalidad verde como la albahaca verde…
Los minutos recortaban entonces su natural
medida. Las horas volaban en el regate y en el requiebro de “la ciudad
abismada”. Lo sentenció el poeta: “el espíritu navega ya el futuro no anclado”.
Villancico de regalo (navideño). ‘Patriarca Manuel’. Fernando Terremoto como
tributo a un autosuficiente pacto de sangre. Guiño de Poveda a la entraña de la
jerezanía. Dedicatoria impagable. “Nadie podrá ya quitarle su reinado”. Y unos
vienen con guitarra y otros con el almirez. Esos días azules, tan machadianos,
esta casa encendida, tan de Luis Rosales… Hombres de cercanías pueblan la ancha
tarima de la sesión ahora ya inmarchitable. La guitarra de Juan Gómez 'Chicuelo'. Paco González a la
percusión, Antonio Coronel a la batería, Guillermo Prat al bajo, Esperanza León
a los coros y Miguel Ángel Soto 'Londro' y Carlos Grilo a las palmas y jaleos. Anda jaleo, jaleo…
El celebérrimo concertista catalán Joan Albert Amargós
(do de pecho sobre el teclado de la excelencia), compañero –del alma,
compañero- de Poveda a lo largo y ancho de su gira por el suelo patrio. Y
requerimiento de la remembranza todopoderosa de Lola Flores en el epilogal
recitado de ‘Torbellino de colores’ – tesela de la España espontánea y siempre
revestida de peineta y bata de cola cuya natural e incluso sensorial
autenticidad a veces tanto echamos en falta en estas hodiernas calendas-.
Miguel Poveda dio alas a la fantasía. A ese imaginario del común de los
mortales que ahora únicamente ansía evasión y legitimidad. Este cantante
transita los espacios quizá no redescubiertos de las musas lorquianas. Aún
resuena su quejido en la bruñida intertextualidad de unos labios que nada
callan. Nadie tan reacio a olvidar como el que canta. Lo dijo, señorialmente,
un poeta de Jerez.