Artículo
de Marco Antonio Velo en Diario de Jerez
Que me corrija en un santiamén Antonio Mariscal si cometo
craso error. La calle Prieta –de la prieta- debe su nombre a una señora de
color –de color negro, prieto, entiéndase- que años ha habitó el lugar. Si
Sevilla es ciudad de dualidades, Jerez es localidad de confrontaciones. E
incluso de contradicciones –tan dados como somos a salir respondones por
norma-. Jerez es propensa al espíritu de la contradicción. También -¡faltaría
más!- a la hora de tirar por tierra la titularidad de su callejero. Verbigracia
las collaciones –disculpen el anacrónico vocablo- de San Pedro y la
Albarizuela. En la calle Bizcocheros vivían pescaderos. En Morenos, muchos
blancos. En mataderos, algún médico. En Valientes, no pocos cobardes. Pero
cobardes, cobardes, y no cobardes camaleónicos como los componentes de la
comparsa de Martínez Ares. En la calle Caldereros, panaderos. Y -¡natural!- en
la calle Prieta, rubios. Al menos uno de mirada templada y sonrisa a flor de
labios…
Siendo yo niño de la década de los setenta, la calle Prieta
era casa de la abuela, farmacia de Eugenio Espinar y droguería del Rubio.
Aquella droguería siempre en penumbra, sin apenas iluminación, donde parecía
que los estantes de continuo permanecían despoblados y sin embargo nunca
faltaban los productos requeridos por la clientela diaria. Especialmente el
“quitamierda de todo” que compraba José Luis Larraondo para dejar como una
patena suelo, muros, altares y tesoro de la Capilla de los Desamparados.
“¿Qué pasa, Velito?” era el saludo de bienvenida de aquel
señor alto y blanco, de ojos claros, pelo escaso pero muy rubio, que combatía
su timidez con una buena dosis de generosidad del corazón: tal fue su
naturaleza de la cuna a la tumba. Como el tiempo es un espacio transitable de
la imaginación y recordar es volver a vivir, yo me sitúo hoy en un Domingo de
Ramos de torería y cofradía de empaque para quitarse el sombrero –Martínez Arce
dixit- y contemplar otra vez la aproximación –zancada e izquierdo- de un paso
dorado que porta sobre sus andas la Coronación de Espinas de Quien nacer quiso
en los medios de la calle Arcos. Junto al respiradero, humilde y cumplidor, el
Rubio ahora de traje negro y voz emocionada.
Yo observo también –superponiendo las capas de la nostalgia-
el acompasado y sereno transitar de una cofradía de blancos nazarenos de cola
que preceden –despierta ya la Madrugada Santa- al Señor de la Plaza, al Divino
Nazareno Franciscano. Junto a su respiradero asimismo, el Rubio de traje negro
y retina empapada del lagrimar de los hondones de su alma. Yo escribir no
quisiera estos renglones negros como la mujer prieta de la calle de la
droguería de mi niñez, como el luto que guardo por la memoria del amigo Antonio
Castro.