Patadas
al diccionario (I)
Por
Marco A. Velo. Publicado en Diario de Jerez
Decía el yacente –escribía de continuo acostado-
vanguardista de la prosa don Ramón María del Valle-Inclán que los idiomas son
hijos del arado. “De los surcos de la siembra vuelan las palabras con gracia de
amanecida, como vuelan las alondras”. Un entrecomillado que avanza con botines
blancos de piqué. Si toda mudanza sustancial en los idiomas es mudanza en las
conciencias –en la nunca volátil ni tampoco volandera alma colectiva de los
pueblos- entonces las cofradías –su sintomatología hodierna- han de visionar
(con lupa de abuelo cebolleta inclusive) las constantes vitales de su
particular modo de expresión dígase oficial. ¿Terreno resbaladizo o vuelta a la
semilla al modo del barroco –realismo mágico- de Alejo Carpentier? Más bien
terreno baldío la mayor de las veces…
Las hermandades -¿verdad que sí, don Juan Delgado Alba que
habitas en el celestial concierto de los pitos del Silencio (con mayúsculas) de
esa Santa Madrugada definitiva ya sin itinerario de vuelta?- siempre se han
caracterizado por una electiva concepción incluso literaria de las formas. Lo
proclamaba grecolatinamente don Juan Delgado: “En las hermandades puede llegar
a perderse todo, menos las formas”. No cabe la disyunción de la conjetura. Ni
la bilocación del desatino. Ni la injusticia mineral de cualquier repente. Las
hermandades han de cumplir a rajatabla la condición sine qua non de las formas.
Como sinónimo de cortesía en el trato, de labilidad en la dicción, de estilo
pulcro y ágil en la correspondencia epistolar.
¡Con cuánta grácil facilidad pierden las formas –ese adobo
de la educación (general) básica, esa instructiva EGB otrora consustancial a la
mínima urbanidad exigible- algún que otro megalómano incapacitado para las
soberanas decisiones de las mayorías absolutas –a su subrepticio juicio por lo
común erradas y nada escientes si se posicionan contrarias a la egolatría del
yo, me, mi, conmigo-! La incontinencia del narcisismo confluye en la búsqueda
de camorra. Hoy –mañana ya: me he zampado al bies y de sopetón el espacio-
abordaremos a ultranza alguna poda del idioma –de la escritura oficial y
oficiosa- que frecuentemente salta, como arlequines de gazapos sintácticos y
ortográficos, en las cartas, misivas, comunicados, post y demás prosaica
tentativa circulatoria por las tramitaciones de la burocracia cofradiera. ¡Que
Lázaro Carreter nos pille confesados!
Patadas
al diccionario (y II)
Por
Marco A. Velo. Publicado en Diario de Jerez
Por lo menudo hallamos incorrecciones de toda índole en
según qué escritos cofradieros. ¿El papel lo soporta todo cuando precipitamos
la punta del iceberg de la estilográfica –hoy teclado arrítmico- sobre la
textura del folio en blanco –ese sumiso y tembloroso asidero donde la gaya
ciencia doméstica encuentra acomodo cada dos por tres-? Mil veces nones. Antaño
–antañazo escribiría Francisco Umbral- los secretarios de las cofradías eran
escribanos del ramo, gente de suyo dado a lecturas y a la caligrafía también a
la cervantina cortada. In illo témpore se escribía cuanto menos correctamente.
Aunque Mallarmé defendía que escribir bien es lo contrario que escribir
correctamente –y razón de fondo no le faltaría en sujeción a la diversiforme y
consolidativa dársena de la estructura circular del texto narrativo-, en el
ámbito de las hermandades las formas –la protocolaria comunicación siquiera
institucional- siempre se atuvo a un libro de estilo límpido de impurezas
idiomáticas.
Coexisten dos osadías al punto: la de aspirantes a secretarios
y aspirantes –ellos, ellas- que ni por asomo dominan mínimamente la lengua
española y la de un frenesí cotidiano –made in siglo XXI- que precipita las
cojitrancas redacciones en oficios de cofradías y en los caracteres necesarios
para la inmediatez de las redes sociales. ¡Ay, aquella lección primigenia de
‘El dardo en la palabra’: “Es nefasta la fe pedagógica en el espontaneísmo”.
Las redes sociales a veces derivan en un vector de asnalfabetización con ese
intercalada de asno (Sánchez Dragó dixit) habida cuenta el tozudo descuelgue
del académico ensamblaje de la ortografía, la morfología y la sintaxis –amén la
sindéresis-. La frase corta puntúa tanto como la subordinación de un
barroquismo de esteta literario. Sin embargo los chirriantes pecados ortográficos
no se purgan ni en el confesionario del anónimo antifaz.
Todos estamos abocados al lapsus calami. Pero… ¡se lee cada
cosa, santa Bárbara Bendita! Y no me refiero ya al pan nuestro de cada día:
concordancia en la oración, loísmo y laísmo, queísmo y dequeísmo,
extranjerismos o usos de las preposiciones. Aludo a la diferencia de la be y la
uve o, verbigracia, a las palabras que se escriben con hache. ¡Pongamos coto a
tales desmanes! Dar patadas al diccionario debería prohibirse en las reglas y
estatutos de nuestras Hermandades y Cofradías so pena de expulsión innegociable
del infractor siempre inconfeso y nunca mártir.