La presencia de don Sixto en la Academia siempre se escrutó por baremos de excelencias. Cuando -tan señor y tan caballero y tan venerable por derecho propio- subía las empinadas escaleras que alcanzan la primera planta de la sede social de esta docta casa jerezana, una escalón más y otro y otro… siempre sostenido por el brazo de Pilar Chico o de Fátima Ruiz Lassaletta, se producía algo así como la ascensión de la unidad argumental -de la sincronía, de la urdimbre, de la unicidad, de la unanimidad- del pleno académico y, en su ya debilitado timbre de voz, el discurso de oratoria de musical entonación clásica -otrora de reminiscencias grecolatinas- que a todos de natural convencía y emocionaba. Un humanista de los pies a la coronilla.
Para mí tengo que Sixto de la Calle siempre agradeció a Dios el regalo de su mismo nacimiento. La gracia de haber nacido. Cristiano hasta el envés del esternón. Católico de obras. Merton aseguró que “ser miembro de la raza humana es un glorioso destino. Algo así como si a uno le tocase el gordo en una lotería cósmica”. Esta certeza la asumió Sixto de la Calle con íntimo recuento de diarias gratitudes. ¿Por qué nuestro histórico abogado sacaba a flote las almas de sus semejantes? Primero: porque siguió al pie de la letra cuanto Bonhoeffer refrendara en su obra ‘’Ética’: “al crear al hombre, Dios puso en casi todas sus acciones, además de su fin práctico, una ración de gozo”. Este gozo, insistimos, palpitaba en la sangre de quien ahora besa las mejillas de tantos amigos antaño idos. Segundo: porque multiplicó los talentos que recibió... Tercero: porque jamás “puso la luz debajo de un celemín o debajo de una expresión mediocre, impersonal, opaca”. Y cuarto: por el imperio y la fortaleza de su sonrisa. ¿No es la sonrisa -precisamente la que permanentemente lucía don Sixto de la Calle en su rostro- la cima de las expresiones humanas? Y no hablamos por lo bajo de las sonrisas sardónicas tan presentes en las comedias de Shakespeare, sino de aquellas que milagrosamente vemos surgir en el rostro de un niño de escasos meses de vida y que algunos humanos -¡tan pocos!- consiguen conservar a lo largo de toda su existencia.
Mi admirado amigo Jesús Rodríguez Gómez -yerno de nuestro protagonista- me devuelve el whatsapp de pésame con unas ilustradoras palabras: “Ha vivido cien años y ha muerto lúcido y andando por su propio pie. No hay motivo para estar triste, aunque le echaremos mucho de menos”. Enseguida se me vino a las mientes otro de los rotundos virtuosismos de don Sixto: cumplir a rajatabla en carne propia aquellos imborrables versos escritos por su íntimo José María Pemán en ‘El divino impaciente’: “No hay virtud más eminente / que el hacer sencillamente / lo que tenemos que hacer./ Cuando es simple la intención, / no nos asombran las cosas / ni en su mayor perfección./ El encanto de las rosas/ es que, siendo tan hermosas,/ no conocen que lo son”.