Un niño en la Academia - Artículo de Marco A. Velo publicado en Diario de Jerez
Jerez íntimo – Marco A. Velo
Un niño en la Academia
¡Ni que fuesen a las bodas de Camacho (léanse los capítulos XX y XXI de la segunda parte del Quijote)! ¡Ni tampoco se encarnasen en los borregos de Panurgo (léase la cuarta entrega de la novela “Hechos y dichos heroicos del buen Pantagruel” de Francois Rabelais)! ¡Ni que asistiesen al buen tuntún al casting posmoderno de un nuevo vídeo musical de zombis autómatas (recuérdese -por un casual- el videoclip “Thriller” de Michael Jackson)! Me sentía por trechos extraño en tierra propia. Estaba rodeado de miradas infernales que clavaban sus pupilas sanguinarias en mi traje gris oscuro. A la altura de la Corredera ya puse pies en polvorosa. Que coincida en una misma vespertina jornada de martes la semanal sesión pública de la Real Academia de San Dionisio y la noche de Halloween o de la Bruja Piruja resulta un maridaje de veras poco apetecible. Era yo -monologue intérieur- un humano entre humanoides. Un patidifuso de corbata azul marino entre tridentes al acecho. Unos labios sellados entre colmillos a punto de lanzar espumarajos y venablos por la boca…
A tientas subo el escalón de entrada de la sede social de la Academia. Como por arte del birlibirloque todo se permutó in ictu oculi. Como si de pronto -imbuido en el frufrú del zarandeo onírico- saltaras de un aquelarre histriónico de contradanzas macabras a la placidez de tenue luz amarilla de un baile versallesco. De la agitación al rojo vivo a la serenidad de la calma chicha. A mayor abundamiento la convocatoria silueteaba un rostro amable en el cartel protagónico de la sesión académica: el violinista -de renombre nacional e internacional- Enrique Orellana López ingresaba como Académico de Número. Y en la nómina de los ilustrísimos de medalla con cordón blanquiazul.
Enrique -pedazo de pan candeal, humanista del acorde y la acústica, doctor en tocatas sin fugas, equilibrista en la pirueta del pizzicato- no pudo reprimir el quiebro de la voz cuando, en la puerta gayola de la lectura de su discurso de solemne recepción, recordó la figura de su padre. ¡Qué buena rama la que al tronco sale! Ya luego acomodó el timbre de la nostalgia al glissando de los vídeos/memoriales de una vida entregada a pecho descubierto al violín. Desde mi posición del ala derecha del salón de sesiones -entonces ya todo a oscuras a la luz del flexo del orador y de la pantalla de proyección- reparé en otro discurso también académico pero oficioso e inadvertido a ojos de nadie que allí, paralelamente, se estaba produciendo desde las entrañas de la vocación más incipiente. En la primera fila del ala central del público concurrente -la denominada fila de protocolo-, un niño blanco de tez y de pelo rizoso -que orillaba acaso los prefacios de la adolescencia- tocaba con su mano derecha un violín invisible que seguía al dictado -sin equívoco de nota ninguna- todas las piezas entonces proyectadas en los vídeos de los conciertos de antaño de… su abuelo.
Se llama Gonzalo. Y le corre por las venas -como sangre que irriga claves de sol al corazón- el pálpito vocacional -el diapasón de la sístole- de su abuelo y bisabuelo. Con la boca -tal precoz director de orquesta- codirigió las piezas seleccionadas por Enrique: sobre todo las españolísimas del genio inconmensurable Manuel de Falla. ¿Un artista en ciernes? Ni hablar del peluquín. Gonzalito es un gran intérprete que ahora hace cuanto debe: estudiar música. Entornaba los ojos y acompasaba la expresión a la tabla armónica y a la tabla de fondo del virtuosismo del padre de su progenitor. Fue el niño Gonzalo, en la Academia, una clavija de afinación, un taco angular, un poste sonoro, una voluta… Un nieto orgulloso del nuevo Académico Numerario. Un chiquillo que no perdía el tiempo. A diferencia de tantos otros que, a las afueras, emulaban demoníacos disfraces de la nada.