Los amigos de tu padre




Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

Un mexicano de pro diría -¡ándele!- que salpicó el celular cuando, a través de un mensaje de whatsapp, leyó la noticia. El teléfono móvil se ha convertido y no reconvertido en el periódico de pantalla extrafina, en el tablón de anuncios, en el boletín informativo in extremis, en el tablero del viejo romancero, en el timbre de voz del trovador oficioso, en la galerada de noticias frescas -crujientes- del siglo XXI. Mañana de la jornada señalada del 5 de enero. Aún  el titular funéreo en mi fono inteligente. Yo -fronterizo entre la estupefacción y la sorpresa (cariacontecida)- ladeé la comisura de los labios en una mueca de doloroso chasqueo. Había fallecido, en un amén, el bueno de Ángel Maza. Voluntarioso periodista deportivo tan al pie del cañón hasta su postrera hora nona. ¿Las horas? Todas hieren; la última, mata. Y no tuve otra que entonar -siempre mudo en mis adentros- los versos del poeta: “¿Hacia qué lado / se inclinan los recuerdos como el árbol / hacia los vientos dominantes?”.

La muerte de una persona conocida jamás constituye la miniatura de un transitorio expolio de la vida. Sino más bien el hirsuto desasimiento de una porción -de un extracto- de tu realidad vital. La muerte de una persona conocida para en barras, frena en seco, aquilata cuanto de suerte natural estás realizando in situ.  La muerte de una persona conocida aletarga tu atención, zarandea tu concentración, entre dos relumbres, entre dos parpadeos: el anverso de luz de la memoria encendida y el reverso de sombra del vacío ahora incluso asfixiante…

Reflexioné al voleo a propósito del porqué acrecía en mí la afectación de la noticia luctuosa. Había tratado casi a salto de mata, de tú a tú, a Ángel Maza -su jovialidad verbal siempre en la picota de un optimismo a prueba de bombas-. Nos llevábamos a las mil maravillas sin tampoco haber estrechado demasiado los lazos afectivos. Cuatro o cinco conversaciones a tiempo real, idéntico número de correos electrónicos intercambiados y un acto cultural que gestioné en aras de la presentación de un libro de su autoría que llevaba y lleva por título ‘Los duendecillos burlones’ y cuyas páginas a la sazón trataban de gazapos periodísticos para reír a mandíbula batiente. Nada más. Pero sin embargo nos profesábamos un plus de cariño innato, tácito, cuyo origen -¿atávico?- traspasaba con mucho la relación que manteníamos. ¿Química, concomitancia de carácter, convergencia de temperamentos risueños? Nones. El nudo gordiano del cariño (ya indestructible) que nos unía poseía una génesis colosal y sempiterna: Ángel Maza siempre fue amigo de mi padre (difunto ya cuando se inició entre nosotros un encuentro casual y asimismo causal: sincronicidad de Kokoro).

Cuando mi padre murió hace ya casi trece años, enseguida descubrí que seguía vivo en cada amigo que le sobrevivió. Una parte mítica y metafórica de su ser. Un latido de su mismidad. Un dato por mí  ignoto. Siempre sentí una estela de alta consideración por los amigotes de mi progenitor. Porque en ellos, en cada uno de ellos por separado, perviven matices, rasgos, rastros de su existencia aún vigente, aún latente, aún patente. Patente de páter. El amigo que sobrevive a tu padre es para ti un símbolo en sordina. Un admirativo secreto nunca a voces. Quieres a quien le quiso. Defiendes -silentemente- a quienes entre ellos también defendieron el supremo pacto de la amistad por convicción y por fluctuante vocación.  El amigo de tu padre descifra el abracadabra de volverte -de regresarte- a la niñez -puro Rilke- en el sortilegio de remembranzas jamás permutables por nada. Con la marcha de Ángel Maza también vuelve a morir el trocito de mi padre que en él anidaba. La muerte es acumulativa. Morir a las puertas de la Epifanía parece una flagrante contradicción. Pero se trata sólo de un simple espejismo. Porque a menudo nuestra mirada finita no alcanza a ver más allá de los cristales de las ventanas del alma.

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