Decía el yacente –pues escribía de continuo acostado- vanguardista de la prosa don Ramón María del Valle-Inclán que los idiomas son hijos del arado. “De los surcos de la siembra vuelan las palabras con gracia de amanecida, como vuelan las alondras”. Un entrecomillado que avanza con botines blancos de piqué. Si toda mudanza sustancial en los idiomas es mudanza en las conciencias –en la nunca volátil ni tampoco volandera alma colectiva de los pueblos- entonces las cofradías –su sintomatología hodierna- han de visionar (con lupa de abuelo cebolleta inclusive) las constantes vitales de su particular modo de expresión dígase oficial. ¿Terreno resbaladizo o vuelta a la semilla del barroco –realismo mágico- de Alejo Carpentier? Más bien terreno baldío la mayor de las veces…
Las hermandades -¿verdad que sí, don Juan Delgado Alba que habitas en el celestial concierto de los pitos del Silencio (con mayúsculas) de esa Santa Madrugada definitiva ya sin itinerario de vuelta?- siempre se han caracterizado por una electiva concepción incluso literaria de las formas. Lo proclamaba grecolatinamente don Juan: “En las hermandades puede llegar a perderse todo, menos las formas”. No cabe la disyunción de la conjetura. Ni la bilocación del desatino. Ni la injusticia mineral de cualquier repente. Las hermandades han de cumplir a rajatabla la condición sine qua non de las formas. Como sinónimo de cortesía en el trato, de labilidad en la dicción, de estilo pulcro y ágil en la correspondencia epistolar.
Por lo menudo hallamos incorrecciones de toda índole en según qué escritos cofradieros. ¿El papel lo soporta todo cuando precipitamos la punta del iceberg de la estilográfica –hoy teclado arrítmico- sobre la textura del folio en blanco –ese sumiso y tembloroso asidero donde la gaya ciencia doméstica encuentra acomodo cada dos por tres-? Mil veces nones. Antaño –antañazo escribiría Francisco Umbral- los secretarios de las cofradías eran escribanos del ramo, gente de suyo dado a lecturas y a la caligrafía también a la cervantina cortada. In illo témpore se escribía cuanto menos correctamente. Aunque Mallarmé defendía que escribir bien es lo contrario que escribir correctamente –y razón de fondo no le faltaría en sujeción a la diversiforme y consolidativa dársena de la estructura circular del texto narrativo-, en el ámbito de las hermandades las formas –la protocolaria comunicación siquiera institucional- siempre se atuvo a un libro de estilo límpido de impurezas idiomáticas.
Coexisten dos osadías al punto: la de aspirantes a secretarios –ellos, ellas- que ni por asomo dominan mínimamente la lengua española y la de un frenesí cotidiano –made in siglo XXI- que precipita las cojitrancas redacciones en oficios de cofradías y en los caracteres necesarios para la inmediatez de las redes sociales. ¡Ay, aquella lección primigenia de ‘El dardo en la palabra’: “Es nefasta la fe pedagógica en el espontaneísmo”! Las redes sociales a veces derivan en un vector de asnalfabetización con ese intercalada de asno (Sánchez Dragó dixit) habida cuenta el tozudo descuelgue del ensamblaje de la ortografía, la morfología y la sintaxis –amén la sindéresis-. La frase corta puntúa tanto como la subordinación de un barroquismo de esteta literario. Sin embargo los chirriantes pecados ortográficos no se purgan ni en el confesionario del anónimo antifaz.
Todos estamos abocados al lapsus calami. Pero… ¡se lee cada cosa, santa Bárbara Bendita! Y no me refiero ya al pan nuestro de cada día: concordancia en la oración, loísmo y laísmo, queísmo y dequeísmo, extranjerismos o usos de las preposiciones. Aludo a la diferencia de la be y la uve o, verbigracia, a las palabras que se escriben con hache. ¡Pongamos coto a tales desmanes! Dar patadas al diccionario debería prohibirse en las reglas y estatutos de nuestras Hermandades y Cofradías so pena de expulsión innegociable del infractor siempre inconfeso y nunca mártir.