Fernando y la transparencia de Dios



Marco Antonio Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

Alfa: Los cofrades, toda vez finalizada la Semana Santa, quedamos -indoor- fundidos. Hechos -latiguillo como anillo al dedo- un Cristo. Un San Lázaro de musculatura en detritus. Sólo apetece tumbarse a la bartola y ejercitar a pleno pulmón el balsámico deporte del sillón-ball. También recuperar lecturas abandonadas in extremis horas antes del Domingo de Pasión. Deserción (in fine) hacia tus escritores de cabecera. Estando en berlina recupero la lectura de un ensayo literario cuyo autor (extranjero) omito en aras de su dictamen universalista -o de su recepción interpretativa- .

Uno de los primeros fragmentos que me echo al costillar de las entendederas dice así: “La tierra es un gran ser sensible, un planeta saturado por completo con el hombre, un planeta vivo que se expresa balbuceando y tartamudeando; no es la patria de la raza blanca ni de la raza negra ni de la raza amarilla ni de la desaparecida raza azul, sino la patria del hombre y todos los hombres son iguales ante Dios y tendrán su oportunidad. Si no ahora, dentro de un millón de años. Nuestros hermanos morenos de Filipinas pueden volver a florecer un día y también los indios asesinados de América del Norte y del Sur pueden revivir para cabalgar por las llanuras donde ahora se alzan vomitando fuego y pestilencia. ¿Quién dirá la última palabra?”. ¿Ha adivinado el lector el título y el tutelaje? El ensayo -nunca de pitiminí- es un retrato sociológico de su tiempo que, a más inri, posee el descarnado don de la errancia. Lo escribe un trotacalles del alfabeto. ¿Adivina, adivinanza?

Beta: La muerte, en esta ocasión, ni se salió con la suya ni tampoco -al soniquete de Sergio Leone-tenía un precio. La muerte es un intersticio de color violeta. Y ya vaticinó la greguería de Ramón Gómez de la Serna que las violetas únicamente son las ojeras del jardín. ¿Del jardín que tronza y troncha el campo de las malvas? La muerte ahora no ha trasnochado ni ha conjeturado con las fauces del olvido mediato. Porque ha fallecido el sacerdote jesuita Fernando García Gutiérrez, el pariente santo de otro santo potencial: Pedro Guerrero González. Ambos jerezanos. Ambos hijos de San Ignacio. Ambos cultivaron su apostolado allende nuestras fronteras. Fernando no era persona de muecas ni de caretas impostadas sino la concreción facial de una todopoderosa conquista forever: la de la felicidad interior. No existe hombre más carismático, más arrollador, más preclaro, que quien marida (a raudales) la felicidad y el alto intelecto. De los quejicosos jamás se ha escrito ningún verso posmoderno.

Fernando fue un líder sereno y verbal. ¡Cuánta luminosidad académica desprendía! Lo fue -ilustrísimo académico- de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría Sevilla y de la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras de Jerez. Su cultura desbordante ya asomaba a cada segundo a través del barandal -que es dentadura del pensamiento- de la sonrisa clara y abierta como una frutal tajada de la dicha de saberse hombre. ¿Su mirada? Cristalina y espejada, como la vidriera mate del quid pro quo. Cuando estrechabas su mano derecha parecías palpar la pasamanería de toda la doctrina ateniense (desde Platón a Crates de Triasio).

Entregó sin melindres ni aspavientos su existencia a la Iglesia desde la perífrasis de una intelectualidad tan polivalente y tan teológica que sus postulados jamás sonaron a cuento chino. Aunque sí al japonés que dominaba con cátedra de docencia internacional. Fernando irradiaba la tronadora fortaleza del optimismo (que es la fuerza del sino). Esa risa copernicana -porque todo lo volteaba con volutas de ciento ochenta grados- que era como una boquiabierta transparencia de Dios. Por amor. Martín Descalzo solía comentar que quien ama mucho sonríe con facilidad. Así es en efecto. Ha resucitado para nuestra memoria (sempiterna) un sacerdote culto y risueño, como el perímetro de un rango universal: ¿qué tuve, que mi amistad procuraste? Has dejado huella, has sembrado, Fernando, amigo, padre, en lo imperecedero. Y, con el poeta pianista, te digo… “Aquí en mi torpe mejilla/ quiero ver si se retrata/ esa lividez de plata/ esa lágrima que brilla”.

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