Antonio Garrido Moraga
Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez
El uso del lenguaje germanesco calza como anillo al dedo en el ¿subgénero? de la necrológica. El obituario periodístico es un gitanismo con acento de Carlos Arniches. Una gesticulación de la prosa valleinclanesca. El comienzo in extremas res. Un despanzurrado cobijo becqueriano: “Qué solos se quedan los muertos”. La muerte hila fino (en sordina), roe a la chita callando, inverna a treguas en verano, zarandea sin melindres bajo la reseca cantinela otoñal.
Si procuras advertirla, yerras en la intentona. La muerte es un equilibrista -de viscosa mirada- que avanza de puntillas en la quietud de su misma oquedad. El saltimbanqui de mostacho rizoso cuya agilidad ahora sólo juega a tientas. La muerte -nunca enteca, nunca feble- es conectiva: porque de sopetón te empuja hacia los drenajes del recuerdo puntual junto a aquella vivencia con el finado que, por hache o por be, retuviste sin encomendarte al olimpo de los dioses.
Algo semejante me ha ocurrido a partir de una noticia que llega a mis entendederas muy a pitón pasado. Anduve metido de hoz y coz en otros berenjenales. Y el juego de la oca del frenesí diario me colocó en la casilla de la desinformación. ¿Mea culpa? O no: porque a veces el periodismo actual -¡menudas lecciones magistrales de Juan Luis Manfredi y Alfonso Merlos en la tribuna de oradores de la Real Academia de San Dionisio!- selecciona demasiado al mal tuntún la prioridad de titulares (noticiosos). Y esto si la información que campa a sus anchas en este diablo mundo proviene o no proviene ya de la voz autorizada de los medios de comunicación. Dudosa cuestión al tenor de la tiranía de las redes sociales -un poner- y de la todopoderosa implantación de la posverdad.
A destiempo, tardíamente, me hago eco del fallecimiento del eximio filólogo y periodista Antonio Garrido Moraga. Acababa de acceder a los primeros tanteos -¿o recuentos?- de la edad sexagenaria. Antonio -de rostro orondo, de oratoria fluyente y confluyente- cultivaba esa rara avis del periodismo penúltimo que ha dado en llamarse la crítica literaria. Antonio divulgaba palabras en desuso y las recolocaba -las activaba- de un modo didáctico desde la expendeduría cultural del papel prensa, las antenas radiofónicas o la pequeña pantalla televisiva.
Precisamente fue en un programa vespertino de televisión -de sonado y no sazonado éxito-, en Canal Sur, donde quedé atrapado por la sapiencia terminológica de Antonio Garrido. Corría el año 1995 -¿quizá 1996?- y, de buenas a primeras, Garrido se hizo con una sección en el entonces celebérrimo ‘Tal como somos’ -cada tarde, un pueblo de nuestra Andalucía- conducido casi al alimón por Tate Montoya, Maite Chacón y Luis Arenas. Un servidor veía el programa muy de higos a brevas, y siempre por trechos, fragmentariamente, pero el fenómeno de la sincronicidad quiso que coincidiera con la intervención estelar de Garrido hablando de acuñaciones como “intiquita” e “intiquitamente”.
Enseguida advertí en él -en su mecano intelectual- a un escritor de fuste. Casi veinticuatro horas después recorrí de pe a pa las dos o tres librerías que estaban a mi alcance para a la postre adquirir el libro ‘Periodismo y crítica literaria’, de su autoría en la editorial ‘Clave’: “una exploración sin ataduras ni complejos que aborda más de setenta artículos dedicados a otras tantas obras”. Piezas como ‘¿Qué quiere usted de mí?’, ‘Apólogos’, ‘Por el humo se sabe…’ o ‘El ruido malva’ suceden el paradigma de la calidad de párrafo.
Ha muerto quien fuese director del Instituto Cervantes en Nueva York. Un humanista íntegro. En su artículo ‘Lo sutil como categoría’ explicitaba que “hace tiempo y en distintos foros defiendo que la crítica literaria hecha en prensa es literatura”. Todo es literatura, estimado Antonio, si nuestra alma barroca enciende la retina otra. Tú, para mí, eres la contextualización de un libro colosal. Una obra que figura en los estantes de mi biblioteca particular como un signo de admiración.