Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez
Nos adentramos en la penumbra del templo como quien accede a la atmósfera de lo irrequieto. Todo era altura catedralicia, trenza de latidos casi arrítmicos y volutas de incienso como envoltorio neblinoso de este aire que -ingrávido- también enmudece. El andar quedo, la presencia pretendidamente discreta, el silencio tan vocacional como autoimpuesto: no éramos convidados de piedra ni tampoco intrusos en casa ajena. Allí nos querían a raudales: lo sabíamos a ciencia cierta y por esta casi congénita razón acudimos, puntuales a la cita, mi hermano Eduardo y yo. Pongamos que hablamos de un Sábado de Pasión cuya estrofa de amor es como aquel ruiseñor “que no mira a la tierra desde la rama verde donde canta”. Presagios de primavera. Albores de Semana Santa. Mediados de los años ochenta…
Están ambos pasos de la cofradía ya montados por la pureza de este siempre veterano equipo de mayordomía comandado por dos hombres buenos también en el sentido machadiano del término: Pedro García Rendón y Juan Ruiz Pérez. El palio es una simétrica voluntad de perfeccionismo estético. Algo así como la rueda de la fortuna de un humanismo con nombre de María. El del crucificado, ahora, aún enhebrando el vertical vacío de la alta cruz. Dorado retablo de zancos y zambrana. Estas andas son, por ende, madera con inminencia de divinidad. Crujido sordo de proximidad. Altar itinerante con ansias de coágulos de Salud.
La mudez impera. Y la ausencia de ademanes y movimientos bruscos. Todos permanecen en pie, situados en semicírculo, a cierta distancia, sobre el frontal del paso del Señor. Como una platea sin silletas para presenciar el rito de lo secreto. La oscuridad posee momentos de arrobo e instantes de percepción visual. Advertimos a medias los rostros de cofrades clásicos de este San Miguel que hoy nos preselecciona para el calambre emocional de lo no vivido: la subida del Santo Crucifijo a su paso de salida. Reconocemos a un cofrade ejemplarizante, entregado de por vida a la causa de esta vocación sin pretextos: Ángel Jorge Osorio -otrora teniente hermano mayor de una cofradía que, andando el tiempo, elegiría a su propio hijo Rafael como hermano mayor para así regir los designios de estos nazarenos de negro que cada Madrugada Santa revalidan el sempiterno llanto de la doble campanada-.
En las páginas -que son pulpas de caligrafía de mano seca- de su obra ‘El discurso de la mentira’, Joaquín Romero Murube escribió que “la ciudad está en todas partes y los matices íntimos, los recónditos, se nos ofrecen en los lugares menos esperados”. Así es en efecto: ahora toda trascendencia de Jerez se espejea en el mármol de este suelo que es reflejo de doseletes y ecos de gubia de Juan Martínez Montañés.
Ya van alzando al Rey de Reyes los priostes de la cofradía. A Luis Cruz de Sola se le abrillanta la retina. A su derecha un señor de pelo cano, bigote recortado, mediana estatura, corbata negra y postura hierática, comanda toda la escena sin apenas inmutar el gesto: se trata de Rafael Cruz Molins, el hermano mayor paradigmático. Dios ya arriba… Y, en grado de fusión inmediata, subyace como la prenatal cristalización de una dulzura cristífera.
En un repente, como brotado de ninguna parte, pero con un determinismo de omnímoda libertad, un niño sale corriendo -un niño de apenas tres o cuatro añitos que nadie antes había advertido en rincón alguno- y, acelerado por la prisa de la atracción connatural a su ser, se dirige sin mirar atrás, como si no amaneciese un mañana, hacia los faldones del paso de Currito el dorador.
Levanta la mirada… Como un imán de carne de la carne del Redentor. Su padre se apresura a retirarlo de tan privilegio lugar. Pero, con una voz rotunda en exhalación, Rafael Cruz exhorta: “¡Déjelo, déjelo: he ahí a un cofrade precoz!”. Un cofrade precoz. Y el niño… ni pronunció palabra, ni provocó el más mínimo ruido. Permaneciendo a las plantas de su Cristo, embobado, mas siempre en silencio. En ese silencio evangélico de una cofradía señera que agavilla caracolas de oraciones en las sienes del tiempo detenido de la vida.