Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez
La personal exposición pública está a la orden del día en nuestra omnipresente -y así tácitamente denominada- Era Digital. La exposición pública y la sobreexposición publicada. Existe una tendencia a veces monomaníaca a sobreexponer la intimidad -e incluso la privacidad- por mera pulsión protagónica o por efímero disfrute del volátil minuto de gloria (virtual). A voluntad, además. A tomar por la retambufa la férrea conservación de ciertos márgenes de anonimia. Baste con echar una ojeada a la telaraña -ese marasmo a la rebujina- de Facebook. Donde algunos y algunas -al decir de los incorrectos habladores subyugados por el adoctrinamiento ideológico imperante- no cesan en el empeño de mostrar una (ficticia) vida idílica como postizo marchamo de su propia realidad -autoengaño con efecto retroactivo- o colocan en el escaparate de esta red social hasta cuanto el pudor privativo prohibiría sin concesiones. Mas ahora la libertad de expresión calza con la libertad de publicación (del yo, me, mi, conmigo “o acompañado de otros”).
Este desbarre de la voluntad -este desasosiego por mostrarse ante la masa globalizada- ha creado incluso una adicción en cuarto creciente: la nomofobia: esto es: esclavos del teléfono móvil (por un desequilibrio descontextualizado del correcto uso de las redes sociales -cuya eficacia nadie pone en solfa: ni siquiera este servidor vuestro-). No generalizo ni por asomo: pero sí puntualizo.
Traigo esta monserga a colación para subrayar mi preferencia por el WhatsApp. Descomunal herramienta profesional e insuperable método comunicativo de cercanías. El WhatsApp cultiva la amistad sin dobleces y ejercita el músculo cordial del corazón entre iguales que se aprecian, se estiman -o no-, se quieren -bastante o lo preciso- e incluso se confiesan a la recíproca. No todo quisque sirve para relacionarse por esta aplicación de mensajería: hay quienes más bien al contrario: descuelgan -por un incontinenti desfogue de trincheras escondidas- el lado oculto -incendiario o no, agresividad verbal siempre- de su personalidad. El WhatsApp o, por mejor decir, los grupos de ídem, constituye/n una cortina que se descorre para que por la boca muera el pez. En el peor de los casos.
A mí me ha servido por lo común para iniciar o para estrechar amistades, sumar allegados, conocer y contrastar el fondo luminoso de muchísima gente de bien y gestionar -ayudar- necesidades ajenas. Su fluidez, su inmediatez, su garante suman códigos de eficacia. No una bomba de relojería sino una bomba de oxígeno de ida y vuelta. No engullir letras que trepan por la yedra de un muro sin destino. Sino azacanear la experiencia estética -y no estática ni extática- del diálogo vis a vis.
El WhatsApp comprende también el campo denominado ‘estado’: ese tablón de anuncio gráfico o audiovisual donde cada cual publica a su antojo y a la vista silente de la práctica totalidad de sus contactos, una fotografía, un cartel de frase célebre o de autor que refleje a las claras una máxima, un aforismo, un estado de ánimo, una advertencia a navegantes, el destape de la caja de Pandora o una queja más o menos descifrable. Incluso una convocatoria con intencionalidad divulgativa. Comúnmente la sección del ‘estado’, de los ‘estados’, entraña una liberación, un desahogo, un diván que grita, un empeño que se autoproclama.
Cada mañana leo en mi “celular” el rastreo emocional de cientos de jerezanos. De jerezanos en estado de Gracia, de infortunio, de exultante hundimiento psicológico, de controversia, de confusión, de efusión, de SOS, de alivio, de radiografía del ser. El ‘estado’ es un reclamo. Hacia ti, probablemente. No pasemos por alto la señal que nos envía a los cuatro vientos esa persona que, por azares del destino, por causalidad y no por casualidad, también palpita a diario en el hábitat de nuestro teléfono móvil. ¿Sabremos descifrar la sangre que corre por el mensaje de su estado de WhatsApp?