Rafael, el del quiosco de la calle Arcos

Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

Harto de coles y hartito de deshoras, había sellado un pacto de sangre con los madrugones. Rafael, el del quiosco de la calle Arcos,  Rafael Ramírez Parra, madrugaba superlativamente. Sin recesos. Sin perífrasis vacacionales. Un día y otro y al siguiente y al subsiguiente también. Todos los días de la semana -de cabo a rabo- y todos los días del año -de hoz y coz- y todos los años de un buen porrón de décadas. Así desde la friolera de 1946, cuando prácticamente instaló -siempre en la calle Arcos- un top manta (legalizado) a la antigua usanza y un carrillo sobre la ancha acera de los ‘tosantos’, los frutos secos y cuatro productos básicos de la época de la hambruna. Andando a trancas y barrancas el tiempo, logró local propio y el negocio subió enteros. Bajo el epígrafe del clásico ‘prensa y revistas’, no había cabecera periodística ni semanario del colorín que Rafael no horizontalizase en sus estantes exteriores. Amén las chucherías, las loterías y los cassettes -no de gasolinera setentera: nada de Chichos ni Chunguitos sino trabajos discográficos más refinados para audiciones de mañanas domingueras sin pasatiempos, tipo Alberto Cortez o Julio Iglesias-.

No es que Rafael tuviese los ojos pequeños: literalmente es que los párpados le pesaban como un plomo de falta de sueño. Como un fuego de fragua. Cuando se producía la quijotesca ‘la del alba sería’, ya Rafael llevaba un centón de horas en el currelo. Supo resistir a la adversidad -ganó el pan con el sudor de su frente- para aposentar mando en plaza de un modo referencial. Fue, a todas luces, un quiosquero de raza. Saliendo de casa cada noche, tan de madrugada de cuerpo cortado, tan sumido entre la duermevela y la soñarrera, como un empresario heroico que pugnaba a brazo partido por el sustento de su familia, a la que amaba como debe amarse a los suyos: desmesuradamente. Sin reversos de la cotidianidad. Sin novelerías de quita y pon.

Dios, que hizo el mundo en seis días y al séptimo descansó, igualmente concedió a Rafael las tardes de los domingos para el asueto. Bendita media jornada para el hobby propio, que representaría algo así como la libertad de movimientos de un hombre trabajador a la enésima potencia. Entonces tomaba su vasito de lo que fuese con sifón en ‘La Pandilla’ -de charla de amigotes con Paco Larraondo Hernández o Luis Mateos Ríos- así como no faltaba jamás de los jamases a otra de las divisas emocionales de su biografía íntima: el Jerez Industrial. Su pasión, su devoción, su signo de fidelidad. Su enseña, su emblema, su atrio, su plática, su práctica. “Me hice industrialista porque mi lema ha sido siempre ayudar a los más débiles”. Y olé, caramba.

Rafael, que lloró la muerte de un hijo, ese dolor contra natura que supera las fronteras de la racionalidad humana, ha sabido guerrear como el Cid bisagra del barrio de San Pedro y de la Albarizuela, entre papel prensa y caramelos ‘Pictolín’. Ahora ya no volverá a pisar la calle Arcos. Nos ha dicho adiós con su perenne bigotito antaño de corte franquista y hogaño tipo Jaime Campmany. Ya no tendrá que madrugar porque se ha instalado definitivamente en las claritas del día. En el fulgor de la Luz. Atrás quedan sus juveniles tanteos con el boxeo o ese derechazo histórico que, en las medianías de su jubilación, propinó a un inspector de trabajo -puñetazo en toda la quijada- tras diferir éste en no sé qué cuestión de puro trámite del negocio de Rafael. El tronío del legitimo uso de la defensa propia. Ha muerto Rafael. El de la mascota y paso lento. Mismamente el que sentenciaba “si quieres saber de Jerez, pregunta a Rafael”. Nadie como él asumió por entero la significación del título de una de las obras poéticas de Caballero Bonald: ‘La noche no tiene paredes’.

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