Jerez: Julián Azcutia, la Naturaleza y el molde - Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez



O escribes y te expones y sobreexpones o, de lo contrario, preferiblemente toma al alba el camino de Villadiego. Si no existe una preliminar exposición o sobrexposición -personal, intimista, lirica, confesional- en el ejercicio de la escritura, entonces mejor visitemos el estudio del pintor. Cualquiera que fuese. Modernista o surrealista que se precie. O el ensayo -a telón echado- de una prodigiosa garganta con virtudes canoras. O la audición, a solas, sin público -que es recuento y conteo y tanteo de la gimnástica de los dedos- de un colosal benjamín con aspiraciones a pianista. O la interiorización, domicilio intramuros -como un monólogo desprovisto de auditorio-, del actor que comienza a digerir la personalidad -nunca desdoblada- del papel que le ha tocado en suertes.

O escribes y te expones y sobreexpones… o nada. La escritura es todo menos careta. No me atrevería a decir que la escritura es egográfica o no es. Porque toda generalización conlleva injusticia (incluso aunque remueva la introspección en primera persona de autores tales Miller, Montaigne o el mismísimo San Agustín). Pero convengamos que, sin la perspectiva y la experiencia de quien teclea, el lenguaje ya deviene impostado (con una simulación de quien se bate en duelo recubierto de armadura de hierro). Para escribir en franqueza no hay que sacar pecho -porque el papel lo soporta todo- sino fundamentarlo (que constituye encrucijada bien distinta). Es la diferencia entre la hondonada -o la fanfarronada o el exabrupto- y la sangre.

Viene el introito al sesgo de la vida. Porque la muerte de un amigo es el dique seco del aturdimiento propio: el que no permite hojarasca ni celosía en negro sobre blanco. La muerte de un amigo -¿verdad que sí, Manolo Serrano?- es mareo de tu verticalidad. ¿Estáis conmigo Diego Álvarez Morato, Fernando Romero, Luis Cruz? La  muerte de un amigo es el devaneo de una alegoría que dilapida cualquier determinación, cualquier determinismo, cualquier inercia. Sobre todo a la hora (angosta) de sentarte al ordenador e insinuar una necrológica que abra paso -como un diputado de cruz de guía de espíritu carmelitano en la noche del Jueves Santo- a la multitud de testimonios cuya recordación se agolpan en el rédito de la memoria. La muerte de un amigo jamás se reviste de tipismo. La muerte del amigo es la vigencia del entrecomillado de Ariosto: “la Naturaleza lo hizo y después rompió el molde”.

A quien suscribe le ha dolido la muerte de Julián Azcutia. No era necesaria la consignación de su segundo apellido -Martínez- para enseguida identificarlo. Decía un proverbio indio que allí donde el hombre pone su planta se abren infinitos caminos. “Si no ahora, será después y por siempre”. Algo similar -por exceso nunca excesivo- ha sucedido con la alteza ética de Julián -tan elegante en el fondo y en la forma: ¡qué etiqueta interior y qué bien vestido siempre!-. De él hubiese dicho José María Izquierdo que “la tierra es -ha sido- pequeña y pasajera para contener todo el amor de su alma, todo el alma de su amor”.

Julián fue un jerezano muy educado, muy cortés, muy fino. Muy con los pies en el suelo. Poseía y compaginaba connaturalmente dos sentidos hoy en franco proceso de extinción: el sentido común y el sentido de la medida. Manejaba con soltura el don de gentes. Sin aspavientos. Sin estridencias. Sin griteríos. Más bien todo lo contrario: su sencillez arrasaba por mero protocolo socializador. Parecía espigado sin ser demasiado alto. Discreto sin pasar desapercibido. Cofrade -¡Medalla de Oro de la Lanzada!- hasta la médula -al abrigo de José Alfonso Reimóndez ‘Lete’ desde la Juventud Cofrade hasta el propio Consejo de la Unión de Hermandades-.

Julián trabajaba con énfasis. No desfallecía en ninguna intentona. Amante del flamenco con distingo racial. Su naturaleza risueña le hizo ganar enteros en la soltura sin montura del desempeño laboral como comercial de Cruzcampo. En Julián nada era forzado. Todo le fluía en un garante de cuna: la predisposición a la fraternidad, la tendencia a la mesura, la raigambre del temple. La existencia preconcebida como servicio al prójimo. ¡Parece que fue ayer cuando compartimos tantas vivencias en la sede de la calle Sevilla! ¡El tiempo: cómo galopa el tiempo! Dime ahora tú, amigo Julián, cómo es el rostro de Dios. Cuéntame si es verdad aquello que desgarradamente cantara Juan Moneo ‘El Torta’: ¿es cierto que la noche es más larga que la muerte?

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