Jerez y el imaginario de un recogepelotas


 

 

Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez 

 

 

Pertenezco por derecho propio -el que otorga el árbol genealógico de la sangre- a una peña industrialista de raigambre y pundonor. En su grupo de WhatsApp leo el siguiente entrañable comentario: “Buenos días, si conocéis algún niño que el domingo en Chapín quiera estar de recogepelotas que hable conmigo. ¡Un saludo!”. La solicitud enseguida me cubrió de ternura. Lancé la reflexión al perímetro de lo retrospectivo. Para rememorar al chavea que fui. El palabro tiene sus variantes: recogebalones, alcanzapelotas o balonero. Lo que traducido resulta: el encargado de regresar a toda pastilla los balones de fútbol a la cancha para impedir que se pierda el tiempo de juego.  

 

Los recogepelotas encarnan el paradigma primigenio del juego limpio: no sólo devuelven los balones al equipo de casa sino también a los contrarios. ¿Por qué nunca fuimos recogepelotas cuando además admirábamos con pasión a nuestros héroes de la infancia cuyos exponentes lucían las rayitas blancas y azules? ¿Por qué no, si además hubiésemos disfrutado de lo lindo frisando la emoción futbolística a pie de campo? Cuanto en apariencia parece una encomienda de poca monta… en puridad responde a un sueño que hoy, con el paso de los años, constituye el ideal imaginario que nunca afrontamos Dios sabrá por qué recóndita razón. De niño jamás me planteé ser recogepelotas. ¿Por qué? Durante la niñez nuestro pensamiento se edita a cámara lenta mientras los acontecimientos corren en derredor como galgos en pos de liebres saltarinas. Son las dos percepciones de una velocidad que los chiquillos ralentizan quizá por mor del estiramiento de la inocencia. 

 

¿Recogepelotas? Un disfrute que pudo haber sido y ni por asomo fue. En la vida a veces pasan ante nuestras narices trenes con envoltura de inadvertencia. Como manos tendidas que despreciamos de entrada por puro desconocimiento de su largo alcance. ¿Recogepelotas? ¡Menudo servicio al club! Y qué manera privilegiada de observar casi codo con codo las galopadas de Cabral por la banda izquierda de un Jerez Industrial repleto de ídolos de la ceca de la portería nuestra a la meca de la contraria: con el 1 Navarro, con el 2 Antoñito, con el  3 León, con el 4 Alí, con el 5 Tarrío, con el 6 Miguel, con el 7 Ignacio, con el 8 Callado, con el 9 Pajuelo, con el 10 Mané y con el 11 Cabral. ¡Tracatrá! 

 

¿Recogepelotas? Los niños de mi edad que sí lo fueron vibrarían repartidos por los estadios de España en aquellos domingos de fútbol y Carrusel Deportivo. Y casi abrazaron los obuses de Kempes  al fondo de la red -la nariz aguileña, la media melena (era un Gardel rematando), ¿verdad que sí, pibe?-: ¡No diga Kempes, diga gol! O las palomitas de García Remón o los pases cerebrales de Ricardo Gallego delineando la jugada parando en seco el esférico o las zancadas de Perico Alonso, como una gacela de Thomson, como un antílope blaugrana, como un coyote de larga vista campo a través. O los giros sobre su propio eje de Enrique Castro ‘Quini’ en el punto de penalti. O los triangulares entre los hermanos (de sangre) Julio y Pepe Juan en aquella gran Unión Deportiva Las Palmas donde el amarillo no era sinónimo de superstición. O, de nuevo en tierra jerezana, la elegancia de toque de los Pozo, Torres, Diánez, Rivas…

 

¿Recogepelotas? Esa opción ya imposible pertenece al ámbito de la niñez y en dicho territorio infantil quedaría para siempre. Como una oportunidad perdida que jamás supimos ni descubrir ni mucho menos conquistar. De adulto ya sobrevinieron (colándose de rondón -intrusamente- en nuestra serenidad) quienes ejercen de una sonoridad léxica parecida al recogepelotas pero con una fanfarria vocinglera diametralmente opuesta: los tocapelotas. Pero estos últimos forman parte ya de las aristas más puñeteras de la adultez. O sea, de la vida real. 

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