Jerez, que desayunas en la calle


 

Marco A. Velo – Jerez íntimo – Diario de Jerez

 

 

Al alba… somos un espectador medianamente atento -con ojos saltones- de nuestro propio yo. Al alba… no salimos por peteneras. Al alba… ya nos hemos lavado las manos -mas nunca como Pilatos-, hemos leído en el retrete según elixir literario recomendado por Henry Miller, la cuchilla de afeitar de nuevo se ha paseado a sus anchas por las carreteras secundarias del mentón, el espejo nos ha devuelto la imagen de un desconocido con quien ya hicimos antaño buenas migas, el ascensor nos topa frente por frente con nuestro doble, el domicilio comienza  alejarse a nuestras espaldas como una ciudad fantasma embadurnada de nebulosa, la tentativa de las bajas temperaturas en efecto cala los huesos, la grisura del cielo pronto se tornará gran toldo celeste del mundo y las suelas de los zapatos también andan a compás. 

 

Nos dirigimos a solas camino de nuestra cafetería cosida con hilos de paté de higadillo a la cotidianidad que nos recalca como hombre de costumbres fijas. La panacea del carpe diem es el café que nos sirve el camarero (ya amigo de tantísima visita inalterable). Costumbrismo y tipismo confluyen cada mañana en los bares de nuestra ciudad. Ya aprendimos con Camilo José Cela cómo el entorno vital se despereza en la que consideramos nuestra cafetería predilecta y así formamos parte de la colmena diaria de otras tantas personas coincidentes en idéntico destino. Desayunar en la calle alimenta nuestro tempranero ímpetu personal. Es como un rito que nos atempera el ánimo y nos proyecta al menos hacia los cangilones profesionales de las próximas horas. Un reencuentro interior al abrigo del descafeinado de máquina. No es que entonces detengamos el tiempo sino más bien activamos el cronómetro del inminente rendimiento (que sólo de nuestra voluntad depende). 

 

Los desayunos son el barómetro de una sociabilidad henchida de bullicio, diálogo, confidencias, chascarrillos, titulares de mentideros y miradas de soslayo. Los desayunos en la calle nos otorga un papel protagonista de voyeur innominado. Todo lo observamos como de incógnito (no robamos besos pero sí prejuicios). La tostada es como una greguería de barato galardón gastronómico y condimento iniciático. Algo así como el elixir energético del ciudadano que transita aún por las legañas de su matutina puesta en marcha. Quien desayuna en la calle consigo mismo y con nadie más nunca se sentirá infiltrado en conversación ajena, sino en todo caso simpatizante del monólogo interior. Confesión según el dictado del pensamiento inconfeso. 

 

Existen dos interferencias (molestosas) en la calma chicha que nos proporciona el desayuno mañanero: los chillones o las chillones en las mesas contiguas: con sus gritos huracanados -y vitaminados- que nos hacen trizas los tímpanos y nos aturden y acogotan en mareos sucesivos. Y, en segundo lugar, el lector de periódicos que se adueña de todas sus páginas hasta prórrogas de extenuación. Tanto los primeros como el segundo siempre vienen a contrapelo. Los lectores de periódicos de pe a pa, de la mancheta a las esquelas, de los ladillos al anuncio por palabras, de la noticia de portada a las sinopsis de las películas de televisión del día, son tipos desconsiderados para con la prisa del resto de iguales que untan mantequilla codo con codo. ¿Cuánto tiempo corresponde a un cliente poseer entre sus manos el periódico de la casa que además ha de compartir con quien, en tácito turno no controlado, aguarda impaciente el traspaso de poderes del papel prensa? Haberlos, haylos,  que hacen la vista gorda y oídos sordos y se lían la manta de la lectura del rotativo a la cabeza de su apoderamiento sin coto ni término. ¡Cuánto nos hacen sufrir, en la desesperada espera, estos desaprensivos! No tienen sentido de la medida: pasan en un santiamén del hábito saludable a la más deleznable de las cursilerías.  

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