Bajo los portales de la mismidad

Aspirábamos a una invertida ruptura de la cargante monotonía de productos americanizados. El cine, últimamente, estaba cayendo en la redundancia. Películas cortadas por idéntico patrón. Un patrón más autoritario que igualitario bajo cuyo despotismo no mandaba marinero. Del susto a la acción, del mediocre terror a la violencia manufacturada. Lastimosa muestra monocorde, lastimoso acicate desazonador, lastimoso encastillamiento fílmico cuando, además, la anuencia vacacional propiciaba la escapada de la juventud a los acomodados ángulos de la sala oscura. La cartelera veraniega tenía que romper por alguna de sus aristas. Como un volcán de efluvios temperamentales. Como una erupción de renovación escénica. Como un intrépido rescate –asimismo- de fórmulas más clasicistas.

Posiblemente la enmienda deletreara de buenas a primeras la inflexible semántica de un género cinematográfico prácticamente perdido en los arrabales de la incuria: el musical. Y Mamma Mía! lo es en toda regla. No pocos componentes -tanto flotantes en la disertación argumental como en el cohesionado engranaje del montaje final- contribuyen al embellecimiento de un producto digno de visionado. Por un lado los códigos visuales –entiéndanse la fotografía (bellísima y arrebatadora), la iconografía, la perspectiva, la planificación o, especialmente, la iluminación-. De otra parte, como enseguida cabría deducir, los códigos sonoros. Estos últimos los dejo al libre redescubrimiento del espectador potencial que ahora me lee con cierta perspicacia curiosota.

Hago alusión –no cabe otra sugerencia mejor instalada en las faldas de la complicidad- a la planificación. Mamma Mía! representa el chisporroteo de lo elegible, de lo visible, de lo risible, de lo inclusive. Su inagotable, soberbia, prodigiosa escala de planos y la subrayable inclinación de la cámara la reconvierten en una génesis de colorismos vitalistas, de espiritualidad paisajística. No tantea la quebradiza fragosidad de la alternancia estética. Esta película apuesta concluyentemente por los escaños de la poesía visual. Del verso cromático. La localización griega, el fechado veraniego, la alcoba matutina, la morenez de tez, la ilusoria poquedad de los vertebrados salmistas, el vivificante relativismo de la memoria, la reconversión del pasado, el balsámico azul inhóspito de las aguas curativas.

Primordial hondura que bebe del pecho de la fiesta musical. Renuncia de metodologías urbanitas. La Grecia de la isla de la sencillez nunca furtiva. Desterradas todas las tinieblas de la interioridad. Preteridas las pautas de la avaricia. Encarriladas –motu proprio- los rezumantes terciopelos de la amistad. Filme de dispendios temáticos: la esponja de su proyección derrama a diestro y siniestro, arrebatadamente, los revitalizadores jugos del optimismo. La nostalgia copulativa, la salubre maquinación del presente, las nupcias aureoladas de flores. Paradójicamente, todos los árboles permiten la observación gradual del bosque. Pupilas celestes, seducción que no recela de las prefiguraciones amatorias.

Y un plausible homenaje al legendario grupo sueco Abba. Mamma Mía! se sitúa igualmente en las escolleras de la reivindicación, en el fronterizo posicionamiento del congénito derecho a la remembranza colectiva. El repertorio de canciones yergue el signo de un acento pop. Las localidades del multicine se reconvierten en movimientos bailables. El aforo capta/rapta los migratorios ofrecimientos de unas secuencias pegadizas. Las mallas de la noche estallan en la conflagración de melodías archiconocidas. No evocan los enebros de un tiempo extraviado en las marañas del ayer. Porque actualizan la fonética de la sabrosura ambiental propia de la insurrección del siglo XXI. Templado motín de los sentimientos todavía aferrados a los balaustres del inmovilismo. Y, por si fuesen endebles las aladas líneas estilísticas de esta obra por entero sugestiva, permítaseme constatar a boca llena el nombre de su actriz principal: Meryl Streep.



Como un intruso tornadizo, como un invitado reverente, como un husmeador oficioso, escribo en diario ajeno. El consejo solicitado transmuta el plumín de mi estilográfica. Y rasgo el papel con términos que se saben voceros de la franqueza. Manifiéstate, huye de las anacronías, búscate en la pulpa de tu felicidad. Camina hacia ella con decisión. No pulimentes la trascendencia de tus expresiones. Sintoniza como gustes. Fluye, comenta, rompe amarras, avanza, mézclate, busca, rebusca. Honestidad ilimitada. ¿No trasvasaba ésta la máxima de la libertad, el rompimiento de parapetos, el pistoletazo de salida de una filosofía vital capaz de sonreír a la autenticidad de nuestra existencia? ¿Control de los impulsos? Públicamente quizá convengamos cierta conveniencia. Pero… ¿en el santuario de la franqueza de los peldaños de la confianza que nos une a través del papel prensa? Nunca nos hemos de avergonzar de contarnos percepciones incluso extrañezas que graviten por nuestra cabeza. La vida va azotando a las personas con un sinfín de contrariedades, de evoluciones y de involuciones que nos confunden y nos aturden. Los tramos de nuestro propio desarrollo psicológico pasean por reflexiones de muy diversa índole. Cuajadas de confusiones o de pletóricas alegrías. El valor de la amistad siempre se mide por el baremo de la ayuda, de la comprensión, del diálogo, del respaldo, del apoyo, de la paciencia, del beneficio de la duda, del sortilegio de la lealtad, del poder omnímodo del cariño, de la fidelidad a una identidad. ¿Para qué amontonar en las alacenas del desconcierto los impulsos que nacen bajo los portales de la mismidad? ¿Por qué guarecernos, atrincherarnos, minusvalorarnos?

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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