De jerezanos “amanzanillados”


Es Sanlúcar una cristalización fluctuante de la sabiduría popular andaluza. No encuentras ninguna indeseable tipología de anacrónicos tentetiesos cuyos desmanes malogren el espíritu -de templada urdimbre afectiva- que campea por sus fueros bajo el influjo de la manzanilla. Ahora el sol engarza la alegría y la camaradería en una soldadura impecable. Acudimos al reclamo de la letra impresa. De nuevo las Bodegas Pedro Romero convocan un acto de cultural relumbrón. La liturgia de las buenas maneras otra vez quedaría tramitada en estas convocatorias tan enseñoreadas de antigua usanza. Sale a flote el fermento de la exquisitez educacional. Al menos así se siente un jerezano –y no éramos escasos los allí concurrentes- cuando accede al templo de la diosa Aurora.

La correlación de las fuerzas convergentes de la amistad ha adquirido una movilidad contagiosa. Presentación del segundo número de la colección que desglosa los vinos de Sanlúcar. Ahora toca turno al brandy. Ya el pasado año, como una operación reflexiva del peso del tiempo y del paso del tempos, abrió las galeradas el correspondiente a la manzanilla. Éste, escrito por José Manuel Caballero Bonald y el ejemplar que ahora ve la luz… por Julio Manuel de la Rosa. Los arrabales de la literatura, como cabe imaginar, no son extravíos maleables. Con Pepe Caballero y con Julio la escritura prácticamente se paladea.

El público comienza a poblar esta sala a su vez decorada con láminas –¡con las originales: obras de arte arraigadas a los muros de las centenarias bodegas!- que ilustran este homenaje –en colores y sintaxis- al brandy como producto identificable, genuino, sabroso/delicioso. El mutis desaparece como por arte de ensalmo. Los saludos anticipan la diligente, pronta, dispuesta hospitalidad de Enrique Hepburn –director de la casa que nos acoge- y compañía.

Comoquiera que la puntualidad responde a los cánones de la buena educación, el acto empieza a las nueve de la noche. Ocupan la mesa presidencial, de izquierda a derecha, Julio Manuel de la Rosa (el autor literario de la obra), Santiago Romero, José Manuel Caballero Bonald y José Antonio Loriga (el artista pictórico). Santiago Romero, en nombre y representación de las Bodegas Pedro Romero, agradece a tan nutrido aforo su asistencia. Y se complace en contar con la siempre inestimable colaboración de Caballero Bonald. El autor de Tiempo de guerras perdidas luce sombrero blanco, guayabera y un generoso distingo de amabilidad.

El discurso de Santiago es breve pero contundente, alimentador (intelectualmente hablando) e informativo, directo y dilecto, competente. Habla evitando el circunloquio. No esconde argumentos para el maridaje –siempre gratificante, siempre diáfano- existente/evidente entre Sanlúcar y Jerez. Una alianza de irrefutables conductos espirituales y espirituosos. Tan es así que bautiza sin comerlo ni beberlo –tampoco a quemarropa- a quienes, nacidos en los moisés de la cuna del vino, se desviven motu proprio por las esencias de la villa sanluqueña: son los jerezanos “amanzanillados”.

Enseguida Caballero Bonald se reconoce en la adjetivación y muestra su público orgullo. Santiago Romero formula una expresa petición a boca llena, urbi et orbi: “Caballero Bonald ha de ser nombrado, por méritos propios, Hijo Adoptivo de Sanlúcar de Barrameda”. La petición la recoge quien esto firma para inmediatamente constatarla en papel prensa. Los méritos del poeta jerezano están más que pulsados y compulsados en el catálogo de avales literarios. Manos a la obra, pues, y que no caiga la iniciativa en saco roto. En agua de borrajas, en cartón mojado. Bonald introduce el libro de Julio Manuel de la Rosa subrayando la amistad que, desde antiguo, sostiene con el septuagenario autor sevillano: “Como aún no he leído sus textos sobre el brandy aprovecho la ocasión para recomendar la lectura o relectura de su formidable novela El ermitaño del Rey”.

Julio de la Rosa repasa algunos fragmentos. Todos recibimos, gentileza de la entidad anfitriona, una bolsa con el libro y, además, -nobleza conductual- una botellita de Aurora. Seguimos al pie de la letra el dictado de la escritura de Julio: “Sanlúcar de Barrameda aparece envuelta en la matizada luz del otoño. Han desaparecido las estridencias del verano, la agresiva luminosidad de las paredes encaladas. Se diría que el pueblo es ahora como una caja de resonancia donde apenas si existen los ruidos. Hemos viajado hasta las Bodegas de Pedro Romero –fundadas en 1860- buscando el milagro de esa llamita azul que arde como flotando en el aire desde la oscuridad más espesa de los tiempos, en el corazón de las bodegas y que los entendidos –y los poetas- identifican con el nacimiento del alcohol. De un purísimo alcohol de excepcional calidad nació lo que estamos buscando: el brandy”.

Para de la Rosa, “el enólogo de las bodegas de Pedro Romero es un hombre discreto en posesión de una excelente actitud didáctica. Me explica que el brandy se hace y reposa en otra bodega muy próxima, menos catedralicia y más recogida, en el Barrio Bajo. Entramos pues en el recinto mágico e inmediatamente nos llega, o mejor, nos invade el olor, un olor tan intenso y nutricio que casi se puede tocar con las manos. Y de pronto, en la penumbra, aparecen las botas ordenadas en perfecta formación de descanso, como un oscuro ejército dormido”.

Un interrogante resuelto, una cábala inapreciable, un aprendizaje ingrávido: “Apenas sabíamos que el brandy es una bebida espirituosa, obtenida a partir de aguardientes y destilados de vino, envejecida en vasijas de roble. Aquí están, al alcance de mi curiosidad e ignorancia. Parece que casi todo depende de la noble madera del roble, célebre árbol de la familia de las fagáceas, que tiene por lo común de quince a veinte metros de altura y llega a veces hasta cuarenta. La madera de los robledales bálticos o los de Angulema y Dordoña. Una madera capaz de propiciar una unión íntima amparada por el tiempo. Así hasta que el alcohol se enmadera. Enmaderarse, a saber, recibir de la madera del roble su propia esencia, resinas balsámicas que el alcohol – no sabemos si en amorosa postura femenina- recibirá por los poros como un ser vivo que respira”.

Julio Manuel de la Rosa posee acento de comunicador. Su tono nos retrotrae a los congresos de la Fundación Bonald. Es un asiduo ponente de dicho acontecimiento de las letras. Agradecemos la solemnidad rítmica de su pronunciación: “Toda esta minuciosa y lentísima alquimia transcurre en el interior de la bodega, en un ámbito cerrado, atravesado por misteriosas luces cambiantes. En una bodega –en esta bodega recogida de Pedro Romero, donde como en una caracola olorosa parece que se oye el rumor del mar-, todo es interior, sometido a una percepción del tiempo desconocido para el hombre de la calle. El enólogo, como un Virgilio benéfico, me ofrece una diminuta linterna alargada y destapa una bota. Miro con precauciones. Es como bajar a una cueva. De pronto distingo una superficie líquida salpicada de puntos blanquecidos. Se presienten las prodigiosas mutaciones químicas que se están produciendo en el interior de la bota, las resinas del roble disolviéndose y mezclándose con los taninos y los taninoides de la madera, el silencioso paso del tiempo”.

Flash, cámaras de televisión, grabadoras. Los medios de comunicación acuden agrupados en tropel de silenciosa camaradería. La ocasión no era para menos. José Antonio Loriga indica que esta bodega “hace las cosas como antiguamente: con cariño y categoría”. Se nota a leguas: la complicidad y la tenacidad suman disciplinas del espíritu siempre reinante bajo el patrocinio de esta casa fundada por Vicente Romero Carranza. Julio Manuel, ya a través del papel, sigue deleitándonos con su prosa cadenciosa: “Tiene razón José de las Cuevas cuando nos dice que estos toneles están combados por el peso de la historia, de manera que no es de extrañar las voces apagadas, los relinchos de caballos e incluso el lejano estampido de un cañonazo que, mezclado con el sonido de campanas, a veces se oyen de madrugada alta en el recinto de estas bodegas. Mientras la madera, el alcohol y el tiempo –sin olvidar el silencio- prosiguen sin descanso su alquímica labor de selección y mezclas, el visitante se siente asaltado por la curiosidad: ¿de dónde viene el brandy, cuál es su origen y procedencia?”.

La interrogación pronto encuentra argumentos imbatibles: “Para contestar con mediano rigor a la difícil pregunta, debemos rastrear por los entresijos de una historia ya lejana. Historia y también algo de fabulación e incluso de casualidad, pues la leyenda de esa misteriosa llamita azul, que es el espíritu del alcohol y que como ya hemos dicho, arde suspendido en el aire en las bodegas de Sanlúcar desde la noche más remoto de la antigüedad, no se entiende con estricta mentalidad cartesiana, sino más bien desde el conocimiento poético”.

Público distinguido que aplaude las sucesivas intervenciones. No apetece ni mucho ni poco abandonar el recinto. Tampoco resulta necesaria la despedida. Ahora principia el brindis de honor, la parrafada recíproca, los afectos y los entrañables apegos y viceversa, la fusión de las charlas, el barullo ordenadamente sustantivo, el relajo y la confidencia. Una copa y toda una suerte de sortilegios verbales. El encanto del canapé, la dulzura del servicio, el frescor de la noche. Los dibujos de Loriga sostienen un cromatismo vivificante. La estética del trazo disfrazado de candor. El vientre del pueblo en pinceladas que inoculan los enigmas de la idiosincrasia local. Papel que resucita a lápiz y fuego. La blasonada quejumbre de una reivindicación social.

Ya no existen editores del mimetismo y detallismo de Pedro Tabernero. La trasgresión del diseño como regreso al clasicismo de la modernidad. Una vanguardia de puntos exactos, de miniado sedimento. Tabernero no disimula su satisfacción: la colección está resultando como mandan los dioses atigrados del lugar (esa influencia de la edénica mitología sobrenatural tan característica de la poética de Doñana). Entre las dignísimas personalidades que copean despaciosamente encontramos a la pintora alemana/sanluqueña Uta. Blanca y rubia, como un destello de luminosidad inmaculista, nos pone al tanto de sus penúltimas producciones. Uta domina como nadie su propia firma. Es decir: la denominación de origen de sus cuadros no permite falsificación –ni apóstoles ni discípulos imitadores- porque el estilo –tan personal e intransferible- nace continua y únicamente del reverbero de sus manos.

Y proseguimos con las páginas de Julio Manuel de la Rosa: “Finalmente acercamos la copa a los labios. Mucho cuidado, el brandy jamás debe beberse de un trago, ni de dos. Se trata de acariciar con el paladar la piel aterciopelada de una ninfa. Primero observar bien el contenido de la copa, calibrando cuántas muchachas más o menos desnudas caben dentro. La mirada nos indica la transparencia; después aspiramos el aroma, imposible de describir con palabras y por fin el gesto supremo de beber en sorbos muy pequeños, que se deben guardar unos segundos en el paladar. La invasión gustativa es entonces total y embriagadora. Maupassant decía que era como respirar hondo en un pinar”.

Sanlúcar es como una resbaladiza materia de encandilamiento. Nos arroba por instantes, nos enamora por segundos. La violácea ensoñación de nuestro fuero interno. El ritual de la convivencia eleva sus burbujas de cercanía. Sólo la abreviatura del futuro nos redime de este edén tan copiosamente tangible. El brandy ha sido homenajeado con pulso prestigiado. Y de la Rosa, el prosista de Sevilla, ataja todos los conjuros: “Me despido del silencioso ejército de botas combadas, de todos los señores bodegueros que me han atendido con cortesía antigua. Las calles, las casas, las espadañas de las iglesias y conventos de la muy noble y olorosa Sanlúcar aparecen envueltas en la piadosa luz de un otoño inmaduro. Un soplo de brisa trae un delgado sabor a tierra albariza. Debemos volver, pero me gustaría hacerlo como el pájaro mitológico que volaba mirando hacia atrás”.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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