Dos Manueles: Yélamo y Diosdado


Como un etéreo pájaro mitológico, como una incorpórea brizna del tiempo, sobrevuelo este mes de julio mirando hacia atrás. En el pasado encuentro los justificantes de las corvas, de las combadas noticias que ahora apresan las contraseñas de la actualidad. El dictado de mi conciencia sugería una referencia con nombre propio: Manuel Yélamo Crespillo. Aquella esplendente voz de las prenavideñas mañanas de finales de los años setenta que familiarmente se nos colaba –no de rondón ni de matute- por los transistores con melodías de La chistera y patrocinios de La Rondeña. Éramos niños habituados a la dicción contagiante, congregante, confortante de un locutor capacitado para el consejo fraternal sin desdoro de ninguna clase, para la artesanía de la amistad a través de las antenas radiofónicas, para la movilidad de la rutina en condimentos de amabilísima distracción. Éramos niños balanceantes en la semicircunferencia de unas vacaciones cantando al alimón esos mismos villancicos que las jerezanas –justito antes o después de “hacer los mandaos”- entonaban en vivo y en directo durante aquellos célebres y celebrados concursos dirigidos por Manolo Yélamo:
- ¡Manolo!
- Buenos días, dígame…
- Pa cantá
- Pues, adelante, señora.
- Los caminos se hicieron con agua, viento y frío, caminaba un anciano, mu triste y aflejido gloria, y a su bendita mare Victoria, gloria al recién nacido… Gloria.

Éramos niños que, delante del ropero de la alcoba grande, escribíamos cartas a los Reyes Magos consignando la dirección de nuestras entrañables altezas con una profética simbología de trazas urbanísticas: Calle Oriente S/N. Sin número. Ingenios de mi hermano Eduardo para que nosotros, los ñonis, los pequeños de la estirpe, continuáramos inmersos en nuestra ingenuidad todavía no descifrada por los punitivos métodos de la razón: porque, a pesar de los pesares de los demonios de la contramodernidad y de los mercachifles de la progresía, los Reyes Magos… ¡existen! Y vete, Papa Noel que escalas delictivamente las terrazas de nuestra jerezanía, a tomar por saco. Éramos niños… a secas. Niños con su candidez, con sus adarmes de inocencia y con sus aureolas de dulzura. ¿Una especie en violento proceso de extinción?

Cuando me disponía a poner en negros sobre blanco el memorando de Yélamo, siempre diligente el ademán periodístico, una esquela –como un mando a distancia del Canal Nostalgia- coloca otro nombre en los mortuorios umbrales del obituario: Manuel Diosdado. A mí -y a los chiquillos del Colegio La Salle Buen Pastor de la década de los setenta y los ochenta- Manuel Diosdado apenas nos sugiere una leve resonancia reconocible en la grafía de sus letras. Ahora bien: si colocamos el antecedente merecidísimo del “don” en la delantera (casi futbolística) de sus señas de identidad, entonces nos sobreviene la impronta de un profesor forzudo, potente y competente que dejó huella en la sensibilidad de nuestros recuerdos. Huella de obuses de chutazos de antiguo jugador del Xerez –y del Betis- que, en el patio grande de la Salle, sonaba a tronío de bombazo en los postes de aquellas porterías resistibles a cualquier movimiento sísmico de los deportistas en ciernes.

Don Manuel Diosdado, para los Velo García, para los Marín Muñoz, para los Villagrán, para los Manolito Sánchez, para los Eulogio Luque, siempre sería el maestro de A. De 3º ó de 4º. Pero siempre de A. Nosotros éramos los alumnos nobles, los de B. Los que no dábamos patadas en los partidillos de clase ni los que gastábamos bromas pesadas, esas chacotas nimbadas con sus chorreones de guasita. Manuel Diosdado, tan íntegro, tan fornido, tuvo que domesticar a ciertos ejemplares de su alumnado con disciplina, rigor y sapiencia educacional. Fue un docente íntegro, duro aparentemente pero dueño además de una nobleza de fondo que enseguida se le desparramaba por los frisos de su sonrisa romana.

Para quienes correteábamos detrás de los balones de futbito del hermano Porfirio, para quienes sonábamos con pisar el césped del Estadio Domecq, don Manuel Diosdado representaba algo así como un ídolo antiguo, un mito reconocible, porque encarnaba al futbolista ya retirado de sus tardes de gloria. Y porque además, con sus zapatos de punta, con sus pantalones de tergal, con su jersey de lana y sus gafas de montura gruesa, no dudaba en formar parte del equipo de A cuando, a las tres y media del solano (y todavía con la berza en el estómago) tocaba gimnasia con equipajes de calzonas negras y camisetas amarillas. Hoy imprimo a este artículo la fuerza atronadora de aquellos vejigazos, de aquellos trallazos que pegaba don Manuel Diosdado sobre el asfalto ardiendo del patio del colegio. Seguro que meteré un gol en las redes del cielo.

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