El cine como premisa del silencio

El cine es un indómito rencuentro con tu propia intimidad. La debacle del séptimo arte no depende del éxito de taquilla sino del grado de silencio reinante en la sala oscura. Una de las premisas indispensables de la correspondencia película-espectador radica en el potencial de la concentración. Sin el temple de la concentración, sin la burocracia del silencio, sin el automatismo de la quietud, la proyección de cualquier filme pierde todo su engranaje artístico, toda su composición visual, toda su narración argumental. No resulta necesaria ninguna vista de lince para aceptar esta condición sine qua non. El cinéfilo exige –debe hacerlo sin mayor recato- unas circunstancias ambientales mínimas en derredor. Los dispositivos cinematográficos están llamados a reduplicar las medidas de vigilancia durante el metraje porque abundan los espantajos de niñatos graciosos alterando la sonoridad de los diálogos, la predisposición psicológica de la concurrencia y el derecho adquirido del mutismo frente a la gran pantalla. El estropicio de unos vecinos de butacas bullangueros puede asemejarse a la radical extirpación de la magia cinematográfica: vendes tu alma a los mentecatos que chirrían risitas molestosas por el simple hecho de una irritación incontrolada e incontrolable.

La industria del cine sostiene en semejante laguna -¡ah el desmantelamiento de la impudicia!- una asignatura pendiente. No todo es permisible por el simple canjeo de una entrada. Las pautas de comportamiento no han de diferir según las edades, las mocedades o las oquedades. La disciplina de la cortesía de conjunto obedece a una obligatoriedad de escrupuloso cumplimiento. Quien esto redacta a veces accede a la endrina niebla de la sala de cine con suspicacias de pacata prevención: asume que de seguro caerá en el runrún de los adolescentes sabihondillos, de mozos embrutecidos por el aburrimiento dominguero, de muchachas en flor a punto de caramelos chupados como cantinela lingual. Y, ya de antemano, asisto como adoquinado de pelotes chirriantes, como indispuesto de estridencias con intensidad de silbidillos, como chufleteado de rostros anónimos.

Sostiene su guasa la impericia. Quien se desmaña precipitadamente por la cuneta de la predisposición adversa, como un saltimbanqui agorero, jamás estará facultado para el señuelo de una película. Créanme a pies juntillas si les juro y perjuro que la más erosiva gangrena del proceso fílmico estalla en la molestia que algunos espectadores poco exquisitos propalan a diestro y siniestro en sus bravuconadas siempre parapetadas bajo el salvoconducto de la oscuridad. El cine como fábrica de sueños difumina –reduciéndola a la nada- toda su maquinaria cuando el rumor del gamberrismo chistoso a media voz golpetea las sienes de quienes procuramos sobrevolar las pistas de aterrizaje de la evasión.

Hace unos días logré inyectarme una reconstituyente dosis de idónea sesión cinematográfica. Ululaba en lontananza los distritos de aquellas olas plateadas por la reverencia del verano. Estábamos disfrutando a destajo de una jornada liberada por las paseatas playeras de la Caleta, por la comilona de relojes detenidos en las mesas criollas de la mismísima calle de la Palma, por la compra de pulseras peruanas y músicas de autor. Un lunes indefinido del presente mes de julio. Cádiz capital. A eso de las primeras horas de la sobremesa recalamos en las salas de El Palillero. Un calor de órdago y una despuntadota claridad de espíritu. Entonces se produjo el clímax del interiorismo, el esotérico espabilamiento de las entendederas, el éxtasis de la libertad.

Apenas ocho personas –maduras, conscientes, sensatas, civilizadas- dispersadas por la anchura de la sala. El estómago abastecido, el sol todavía recorriendo los palmos de tu dermis, la evaporación de la prisa como balbuceo pretérito. Unos fotogramas que escalonan la verosimilitud de la trama. La segmentación de la realidad, el desmembramiento de la ficción, la coalición de la sinopsis. Azuleaba nuestro acomodo la brisa del aire acondicionado. Mansedumbre, bonanza, creatividad. Introspectivamente caminábamos por el asfalto de las secuencias ya iluminadoras. El impacto de un filme magistral sacude nuestros párpados: Antes que el diablo sepa que has muerto. Título llamativo y peliculón toca. Abandonamos nuestra razón para zambullirnos en los piélagos de la belleza plástica. Formas parte del ensueño. Suenan dos disparos en el interior de una joyería. La salpicadura de sangre nos roza el cogote. Película y espectador sumamos ya una misma esencia.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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