Presentando a Francisco Lambea en la Escuela de Hostelería

Estimado Francisco Lambea, compañeros Francisco Carrasco y Álvaro Quintero, señoras y señores:

El periodista de raza, de tronío y de trapío, es un puntilloso transcriptor de su tiempo. El oficio periodístico, a fuer de perseverancia, a fuer de cotidianidad, se transforma –por las bravas o a la chita callando- en un reverbero de sociología traducible según los cánones del pulso de la calle.

En un límpido espejo con pálpitos de calendario secreto. Un escribano de los acontecimientos de masas.

La ciencia periodística o la idiosincrasia de la costumbre, el rastreo de lo inadvertido, la estolidez de la sinrazón ajena, los atajos de la cita oficial y los atascos de la convocatoria oficiosa.

El periodismo –su catadura y su envergadura- derrama aquella rojiza o pajiza sangre que con letra entra. También describe la letra que con sangre sale.

Periodista, musicalidad de las palabras, sintaxis, urgencia, crónica, plasmación con fecha de caducidad.

Hablamos, pues, de una labor directamente entroncada con la fusta y con el fuste del escritor como interpretador de una realidad que bulle de lo general a lo particular o de lo particular a lo general en función del “modus operandi” -¡e incluso del “modus vivendi”- de quien la reproduce en negros sobre blanco, al arrimo del teclado, al socaire de la actualidad.

Hoy presentamos –sin pies quebrados, ni asaduras de crucigramas de cartón piedra- un libro poético. El libro poético de un periodista. No un poemario al uso, no una versificación a vuela pluma, no los zancudos cachivaches de las medias tintas.

Presentamos un libro poético concebido por la gracia redentora de un periodista capaz de dignificar el noble arte de la literatura a través de su profesión que, al cabo y por ende, deriva en lustrosa profesionalidad.

Francisco Lambea desmiente de raíz a Ramón María del Valle Inclán cuando el barbudo autor de La lámpara maravillosa aseguraba sin remilgos que el periodismo avillana el estilo. Esta docta aseveración responderá al procomún de los plumillas indolentes para con la forja del idioma. No así el caso de Francisco Lambea: un tallista de la prosa cuya gubia destila precisión, metáfora, trascendencia, asidero, páramo, estribaciones, plebiscito, lustre… Deferencia y diferencia.

Francisco Lambea ha nacido -¡y renace cada día¡- tan escritor que su poemario –elegíaco en los distritos del yo profundo- palpita con un título concercano y sentimental: Estampas familiares.

Ha encuadernado sus versos en las santas reglas de la materia humana. De esa punitiva materia humana tan pertrechada, tan rastreada, tan agenciada por Vicente Aleixandre en su poema de idéntico título.

Escribe Vicente Aleixandre –quizá barruntando la mediación periodística de quien hoy nos acompaña- la siguiente urdimbre descriptiva:

“Si tú mueves esa mano, la ciudad lo registra un instante
y vibra en las aguas.
Y si tú nombras y miras, todos saben que miras, y esperan
y la ciudad recibe la onda pura de una materia.

Toda la ciudad común se ondea y la ciudad toda es
una materia:
una onda única en la que todos son, por la que todo es,
y en la que todos están. Llegan, pulsan, se crean”.

Hoy confluyen ambas materias en un mismo cuerpo literario.

Materia periodística y materia humana como germen de la sensibilidad del poeta. Francisco Lambea registra las pulsiones de la moviola, la irremediable controversia de los recuerdos, la súbita canalización de la expresividad. Utiliza el confesionario de la memoria, el imaginario de sus recónditas pero imperecederas emociones. Y susurra giros de franqueza al oído –etéreo, identificador, prístino e inacabable- de su árbol genealógico, de su gente, de su familia.

Francisco Lambea reconstruye la edificación de su alma con ladrillos de nombres propios: el de sus padres, de su esposa, hijos, suegros, etcétera. Estampas familiares siembra la estirpe del trovador que ya no se quiere inconfeso. Y agrupa a los miembros de su linaje bajo el brocamantón de la calidez verbal. Reestructura el pasado con el cambalache de la sinceridad para desnudar el verso de hojarasca y para demudar el beso con el aliento de una complicidad en pretérito perfecto.

He de confesaros a pies juntillas que descubro por veces, al vuelo aleve de cada página, la consistencia de un lírico de cercanías. Porque Francisco Lambea abre las alas de la melancolía como un ave fénix de la regeneración de los sentidos.

Estampas familiares rescata del cofre y del odre de las viejas esencias la amalgama de la escritura perpetua, aquella que rubricó Paco Umbral cuando glosaba la vocación literaria de uno de los más cimeros maestros del artículo periodístico: César González-Ruano.

Porque la escritura perpetúa requiere el nomadismo de las formas convencionales, la fragua de la voracidad lectora, la adjudicación del dominio epistolar. ¿No constituyen los versos de Estampas familiares una serie de epístolas codirigidas al conocimiento de sus seres más queridos? ¿Una especie de mutación del cuerpo y la carne del poeta en fermento líquido de amor doméstico, de querencia hogareña, de engarce generacional, de ajuste de diversas épocas al abrigo de un mismo apellido?

¿Fulgura Francisco Lambea como protagonista único de Estampas familiares o gravitan indistintamente el repertorio de otras ternuras espigadamente reconocidas con las identidades de Dora Bornay García, Francisco Lambea Lozano, Victoria Vega Pérez, Ana Lambea Vega, Francisco Javier Lambea Vega, Vicente Vega Barbosa, Victoria Pérez Cabral, Isidora García Alonso o Antonio Barbosa García?

En el prólogo de la obra, Mauricio Gil Cano manifiesta que “escribir sobre nuestros afectos más íntimos, dedicar poemas a los padres, los suegros o los hijos, sin caer en lo cursi o lo sensiblero, es difícil. Sin embargo, lo consigue su autor de un modo delicado y contenido, sin traicionar nunca la emoción poética que le alienta”.

Corroboro la tesis de Gil Cano cuando leo con delectación los versos que Francisco Lambea dedica a sus hijos:

“Esa magia de que seáis
yo mismo y a la vez distintos,
de que yo sea vosotros por completo

(creador que acaba criatura
de sus propias perfectas obras)

es una hermosa paradoja
en la que perderse es hallarse con remedio)”.

En Estampas familiares coexisten las fuentes de inspiración de Lambea, sus lecturas inacabables, su alimento fonético, su radiación de menta y sintaxis: Rafael Alberti, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Miguel de Cervantes, Gabriel García Márquez, Juan Manuel de Prada o Antonio Muñoz Molina.

Francisco Lambea defiende a ultranza el valor humano de la familia, la humanidad como valor familiar.

Familia como entorno y familia como retorno.

En la página 22 de Estampas familiares se confiesa tal que así:

“Volver al niño
que ya no eres
amando al hijo,
derramando
tu infinita sangre,
tu alba eterna,
libre de nostalgias,
sobre la pequeñez del tiempo,
sobre la constancia
amable de sus nombres”

Dejemos que la voz del tiempo detenido, de la consecuencia amorosa, de la indomable ramificación de los sentimientos… se nos cuele de rondón, sin previo aviso, por los canales de nuestro regusto poético.

Francisco Lambea pondrá titulares de primicia en este periódico del alma.
Dejemos que su garganta de nuevo corone de caireles sensitivos la rima de la estrofa…

La azucarada receta del ayer inmediato…

La sabrosa tajada de nuestros años de infancia.

Muchas gracias.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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