Artículo publicado en el periódico LA VOZ – (La Voz de Cádiz y La Voz de Jerez)

Jerezanos en la Diáspora: ¿Dispersión y abandono?

El DRAE –léase el Diccionario de la Real Academia Española- presenta dos acepciones sobre la terminología “diáspora”. A saber: dispersión de los judíos exiliados de su país y dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen. Centrémonos sin escepticismos ni milongas ni francachelas en la segunda opción. Y no por ninguneo judío ni por desdén hacia los apremios del exilio, sino llanamente por hallar el epicentro de la cuestión que nos ocupa. Repetimos la definitoria seleccionada: dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen. Diáspora, ¿dispersión y abandono? Los interrogantes se descuelgan sobre el abismo de la paradoja. Por esta regla de tres, por esta ecuación infalible, por esta tabla de sumas y restas, por esta gestación terminológica, por esta decantación lexicográfica, no podríamos hablar –literalmente- de diáspora según el movimiento presidido por el preclaro jerezano Manuel Fernández García-Figueras. Porque los Salvador Rivero Segovia, Juan Román Cubillo, Patricio Pemán Medina, Jaime Bohórquez Crespi de Valladaura, Miguel Primo de Rivera Oriol, Beltrán Domecq Barcaiztegui y compañía han reinventado el significante de la diáspora cristalizando –ensanchándolo, germinándolo, resucitándolo- el sistema de vasos comunicantes de sus más sólidos axiomas.

Expliquémonos en otros invariables términos. Estos ilustres hijos de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Jerez de la Frontera jamás de los jamases –ni por un ínterin ni tampoco por un dilatado espacio de tiempo- abandonaron su lugar de origen, tal y como así reza la segunda definición académica de diáspora. No lo abandonaron ni espiritual ni sentimentalmente. Sencillamente laboraron en tierras extrañas. Y cuando tipificamos tierras extrañas no resultará necesaria la referencia argumental de la mítica copla. No cupo el abandono porque –muy al contrario- prolongaron e incluso prorrogaron las esencias jerezanas en los pagos madrileños. Extrapolaron el casticismo popular, el venero cultural de la ciudad que los vio nacer a la cotidianidad de la capital de España. Toda localidad pervive –allende sus fronteras- en el dietario y en el ideario de cualquier criatura de sus entrañas. Aunque pise el rincón más recóndito de estos mundos de Dios. Allá donde habite un jerezano también residirá la envergadura conceptual, el patrimonio inmaterial, la leyenda y la realidad de la capital del vino. Y Manuel Fernández García-Figueras y sus reconocidos y reconocibles conciudadanos han ejercido (con impecable fecundidad protocolaria) de eficacísimos embajadores de la mejor jerezanía.

No pegaron el tijeretazo a los suministros del pasado, no desligaron la localidad natal de la plaza profesional: la práctica totalidad poseen residencia en ambos enclaves y la mayor parte regresan al Sur del Sur cuando las respectivas obligaciones laborales, familiares, particulares así lo facilitan. ¿Abandono del lugar de origen? En ningún supuesto. Consignemos –taquigrafiando el monosílabo contundentemente- el “no” más imbatible, irrevocable e inmutable de cuantos prorrumpan en las tentativas del insustituible adverbio de negación. Los Jerezanos en la Diáspora no abandonaron nunca Jerez: antes bien ramificaron la consustancial idiosincrasia local a la urbe madrileña a partir de la génesis de un sentimiento imperecedero. He aquí su espartano triunfo, su cartujana victoria: el de la colectividad que echa a sus espaldas la denominación de origen de una identificación territorial, de un ADN embotellado en la fábrica de un sueño de bandera azul y blanca.

Entre Jerez y Madrid sólo dista el kilometraje de los corazones –unidos, unificados, unitivos- que borran todas las distancias, que esfuman todas las autopistas, que desandan todos los trayectos. Corazones y corazonadas con nombres propios, con apellidos propicios. Una metáfora incandescente enciende el pabilo del rencuentro cada mes de diciembre. Una metonimia con su morcilla y con su pringá. Con las alcachofas que cantara Pablo Neruda pero ahora cocinadas por Faustino (dícese bar Juanito). Un verso de pie quebrado que glosa la amistad a la antigua usanza: por encima del bien y del mal y de las disyuntivas perecederas y del multiculturalismo pasajero y de los fraudes de la globalización. Una asamblea prenavideña con sabiduría socrática, con tributo al justo homenajeado, con etiqueta de bienaventurados. Esta solera ni adquiere naturaleza de caducidad ni suplanta ningún cabildo de parrafadas insustanciales. Suman ya treinta y tres años de berza en torno a la prédica de la magnanimidad, a la antología del anecdotario, a la clarividencia de la concordia.

Por consiguiente: ni abandono de Jerez ni, consecuentemente, dispersión. Manuel Fernández García-Figueras y los suyos han fomentado –cociéndola en las cacerolas de la practicidad ambiental- una tercera acepción para el vocablo “diáspora”: Defensa a ultranza de los valores incunables de la tierra natal así truenen los rayos y centellas del paso y del peso del tiempo y así fuerce el destino la carretera y manta de la emigración laboral. Cada miembro, cada compromisario, cada integrante de Jerezanos de la Diáspora nos remite a la prosa poética de José Manuel Caballero Bonald cuando, en las páginas de su obra Pliegos de Cordel, sentencia lo siguiente: “Es más puro que la virtud, más abundante que la opulencia, cristal donde la indefensión del mundo se hace más invencible, porque es cierto que nadie puede ser tan heroico como el que es hijo de la libertad”.

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