Cuando llega la Navidad

Cuando llega la Navidad –esa palabra tan dotada de fantasía, tan aterciopelada de recuerdos, tan extraída de emociones- echamos la mirada atrás. Lo hacemos como impulsados por un vago ejercicio retrospectivo. Indagando hacia el pasado inmediato, como si atravesáramos –a las bravas- los canales de los meses precedentes, el subterfugio de cuantas experiencias escalan por nuestras espaldas, la inspección –el examen, la exploración- del último año. Y descubrimos que, por encima de cualquier otro empeño, por debajo de cualquier otra acometida, seguimos siendo los mismos que vestimos y calzamos: el ser que indómitamente palpita entre pecho y espalda desde que tuviéramos la dicha (o la desdicha) de conocernos. Y de reconocernos. Es cierto que ahora –en las postrimerías del mes de diciembre- nos autoerigimos en jueces inapelables contra nuestra propia trayectoria. Y hasta posiblemente nos achaquemos, nos reprochemos, nos reprendamos ciertas actitudes de veras reprobables. O, por el contrario, endosemos a los demás, a las circunstancias ajenas, a la fuerza motriz del inquisitivo destino, los motivos de nuestros proyectos incumplidos, las causas de las desdichas, el arma arrojadiza de los posibles infortunios. Craso error este segundo pensamiento. Cuanto somos depende concisamente de nosotros mismos. Por esta nobilísima razón constituye una saludable práctica la reflexión interna –a modo de radiografía íntima- que nos propinamos en los albores de Noche Vieja. La Navidad, insisto, reduplica nuestra capacidad crítica y, por ende, la beneficiosa dosis de juicio analítico que todos necesitamos a manos llenas. Hoy ha nacido el Niño Dios en el seno interno de nuestra aurícula derecha, de nuestro organismo vital, de nuestro presente…

Las fiestas navideñas actúan como un continuo renacimiento de buenas nuevas. Como un sonajero de bienaventuranzas. Como un tintineo de soberanías emocionales. Como la savia del espíritu, como las equivalencias de la búsqueda de la verdad. Y precisamente en la búsqueda de la verdad he rescatado de mi particular escrutinio una fotografía veraniega. Corona el frontispicio de este post. Suspira por sí misma la instantánea. Me acompaña un ser excepcional. Un don del cielo empapado en bondad. Ni aún utilizando toda la fecundidad del alfabeto me aproximaría –siquiera grosso modo- a explicitar su ternura. Ella –con su sonrisa expansiva- nada quiere para sí. Y sin embargo derrama a mansalva los más bellos suministros del amor. ¿Creía usted, amigo lector, amiga lectora, que la generosidad era una mera entelequia? Esta mujer que me acompaña, que me sigue, que me comprende a pesar de los pesares, a pesar de mi atmósfera social, a pesar de mi concepción soñadora -¡idealista!- de la existencia humana, siempre surge y resurge a mi alrededor –unida como la dermis a la sensibilidad- en claves de apoyo, de respaldo, de cuido, de atención, de detallismo, de sentimiento.

Ahí nos tenéis, apoyados en las circunvoluciones (y no circunvalaciones) del paseo marítimo de la playa de Sanlúcar de Barrameda. Horas antes habíamos disfrutado de un cónclave literario al costadillo de nuestro común amigo José Manuel Caballero Bonald. Marchábamos entonces, caída ya la noche y al paso alegre de la paz, hacia Bajo de Guía. Una cena al frescor de la gastronomía siempre apetecible de la zona. Hicimos parada sin fonda y -¡zas!- fotografía al canto. Nuestras sonrisas –de continuo entrelazadas como una alquimia de la compenetración- resuman contento. Éramos dos mentes libres como el vuelo leve y aleve de las cabañuelas de agosto. Si una imagen vale más que mil palabras, ésta condensa toda la fertilidad del cariño sin medianías ni mediaciones. Nuestro arbitraje parte de la conjugación del verbo sentir. Un blog también requiere la elevación de la privacidad a los templetes de la escritura. Y mi teclado se sabe hoy confesional. Y traslúcido. Y nítido. En mi fuero interno, en mi cosmos unipersonal, en mi emotividad siempre abierta, la escritura es lo último que se me pierde. Como la Esperanza.

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