Rescatando una estampa de mi niñez

Ayer domingo imprimí dos posts en la multifunción (literaria) de este blog. El primero después de la sobremesa. El segundo, aleteando ya en los albores de la madrugada, una vez regresé del cine. Hoy me tenéis de nuevo por estos pagos. Pagos sin costos y sin costes. Ya podéis comprobar de primera mano cómo regreso a la vigencia de mi cuaderno de bitácora cuando las circunstancias así lo permiten. Esta mañana he rescatado del almanaque de la memoria una costumbre familiar de mi tierna infancia. Sentarme a las claritas del día delante del televisor escuchando la cantinela de los niños líricos de San Ildefonso. La Navidad está conservada en el formol de los recuerdos que no agotan y que no agostan su vigencia. La Lotería de Navidad es una reencarnación de los viejos recuerdos de una salita de la calle Valientes número 6. Todos abrigados bajo el azulado manto de la mesa de estufa. Mediados de los años setenta. Manolo Yélamo atendía entonces a las jerezanas de mediana edad a través de las antenas de Radio Popular. La Rondeña regalaba sus cajas de polvorones a la mejor cantante de villancicos castizos. Pero el 22 de diciembre la radio quedaba relegada a un segundo plano. Los pijamas y las batas a rayas constituían el atuendo del respetable núcleo familiar. Comenzaba, oficialmente, la Navidad. O, lo que viene a significar idéntica aseveración para los niños de entonces, las vacaciones de Navidad. En casa la retransmisión televisiva de la lotería se vivía como un acontecimiento señaladísimo. Mi madre solía comprarnos cuadernos nuevos para que, con agudísima aplicación, fuéramos anotando los números premiados durante la celebración del sonado sorteo. España se bifurcaba –aquellas mañanas de frío y nacimientos a medio montar- en los hogares llenos de algarabía y en la calle cuajada de negocios pujantes. Pantalones de campana, pañitos de croché debajo del cristal de la mesa camilla y casete de Bambino milimétricamente delineados dentro de una caja de calcetines de La Casa Rosa. Todavía no había saltado el número de El Gordo pero ya repiqueteaban por los patios del vecindario el anuncio inminente que más regocijo despertaría en el seno interno de los peques de la casa: Ya están aquí los Reyes Magos. ¡Pues anda que no quedaba nada para la llegada de sus Majestades! Porque, eso sí, las Navidades, para los niños, intensificaba –alargándolo- el sentido del tiempo. Las Navidades entonces –estoy por rubricarlo donde fuera necesario- parecía prorrogarse durante al menos un mes. De chiquillos no controlamos la fugacidad de las horas. Todo se remansa con una cadencia indefinible. Todo se aquilata a nuestro mejor albedrío. Todo ensancha sus propias perspectivas. Del sorteo de Navidad a la mañana de Reyes distaba un abismo de semanas y semanas, de horas jubilosas, de tardes emocionadas, de paladeo de las vísperas. Esta mañana he repetido –prácticamente calcándola- la estampa añeja de mis 22 de diciembre de Maldemans descritos en una carta dirigida a Oriente sin número. Cuando E. llegó con los churros calentitos, los niños de San Ildefonso todavía estrenaban ilusiones de cámaras de televisión. Todo vuelve a suceder en el ciclo indómito de nuestra existencia. De hecho, como siempre, no nos ha tocado nada.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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