Razones de nuestra alegría

Recibo la sobrevenida del fin de semana con los brazos abiertos: falta me hacía las horas serenas del asueto. Llevo pegada al cuerpo la remesa del frenesí diario. Por voluntad propia. Me agrada el dinamismo concatenado de tangibles frutos, el salto de una actividad a otra como por arte del birlibirloque, la avalancha de las gestiones múltiples. Pero… hasta cierto punto. (Por cierto: esta expresión –“Hasta cierto punto”- me retrotrae al título de una agudísima película argentina que visualicé allá por mediados de la década de los noventa durante la madrugada cualquiera de los entonces persistentes televisores encendidos).

Mi semana ha estado multiplicada de revoluciones –también culturales- y de confesiones (recibidas). He conversado –por una razón o por otra, vía e-mail o frente a frente, telefónica o a salto de mata- con más de noventa personas diferentes. Preguntad, de lo contrario, a Javier, Ana, Irene, Juan Diego, Manolo (doce “Manolos” distintos), Pilar, Paco (Garrido, Cepero, Romero, Carrasco, Barra, Molina, Bernal), Ángel, Amparo, Charo, Álvaro, Ándres, Antonio, Camilo, Begoña, Carlos, Carmen, David, Enrique, Rafael, Emilio, Mariano, Pepe, Susana, Miguel Ángel, Eugenio, Eugenia, Eva, María, Fernando, Pedro, Genaro, Mauricio, Blanca, José Luis (Jiménez, Guerra), Jose (sin acento), Alicia, Jesús, Helena, Juan Manuel, Cándido, Gabriel, Juan Carlos, Juan, Juanma, Pepa (Toro, Pacheco), Virginia (Montero, Fernández), Vicente, Sara, Faustino, Rosa, Patricia, Miriam, Vanesa, Leo, Luis, Lupe, Estefanía, Marta, Lola, Loli, Dolores, Noelia, Rocío… y un sinfín de etcéteras que ahora no desglosaré así como así. En noventa he parado, mentalmente, la cuenta. ¡Vivan por siempre el soplo y la deidad de las relaciones personales! Con cada cual por una razón –afectiva, amigable, laboral, profesional- diferente. Todos observamos el paisaje subidos a la noria de los cruces y los entrecruces del destino.

También presto oídos, afabilidad y predisposición a quienes –ignoro si entregándose por entero a Dios o al diablillo cojuelo- me narran confidencialmente sus problemillas, inquietudes vivarachas o dudas casi existenciales. Los humanos nos necesitamos, qué duda cabe. Y, a veces, aunque de higos a brevas, las interrelaciones –armadas en códigos de franqueza- funcionan. Y entonces la amistad adopta el resplandor (tonificante) de las lenguas de luz. Como sitiadas adrede por un chisporreteo de suspiros con efectos balsámicos. He de admitirlo: me encandila la buena gente, gente buena. Las almas interesantes en su singularidad. La perspectiva compartida. Los afanes expuestos en cooperación. Me lo dictaba el pasado jueves don Mauricio González Gordon: “El jerezano, en particular, y el andaluz, en general, destaca por su sociabilidad. Un andaluz se encuentra con otro en el extranjero y enseguida ya forman un grupo de tres”. O montamos una parrafada bajo los toldos del bar Cristina a pesar del diluvio universal –aunque recortado de temporalidad- del pasado viernes: ¿Verdad, Andrés?

Si desglosara mi dietario al pie de la letra, encontraríamos otras acepciones del espíritu social que reina en Jerez y, por amplificación, en Cádiz capital. Social y, colateralmente, empresarial. Contra la acechanza de la crisis, existen empresas –valientes, emprendedoras, afanosas- que apuestan por la inversión de los valores no netamente económicos. Y no es para tomar a chacota esta afirmación. He dejado atrás –insisto- una semana apasionante. Hubo de todo en la contrita biografía de quien suscribe. Anduve a mayores revoluciones por segundo que la vertida en el ritmo de los relojes cotidianos. La vida se intensifica, se remansa, se gradúa, se regula y se regala a su libre albedrío. Fichas de domino, efecto mariposa, ósmosis. Sostengo el eco acústico de muchas voces, de incontables hablas, de infinitas circunstancias. Al frente de la pantalla plana, recostado sobre el teclado, con una copa de oloroso en la mano, al arrullo de los actos públicos, al albur de los despachos privados, al socaire de la emoción. ¿Quién no lo estuvo, emocionado digo, después del detallazo del Consejo a propósito del homenaje de multitudes brindado a Manolito el del Huerto?

Asumo la penitencia que ustedes me impongan. Prometía días atrás –aprovechando la granada templanza del puente de la Inmaculada- el compromiso de un post diario. Me tengo por un redactor de escritura rápida, al hilo del pensamiento, prácticamente automática. Pero ni por ésas. Bendito impedimento el que me dificulta la reseña –jornada tras jornada- en la geometría –nunca yerma, nunca yerta- de mi blog. A todo esto: no pierdan comba de los blogeros de pro que pululan por la franja izquierda de este Diario Inconfeso. Que haberlos, haylos. Y muy jacarandosos además. Por no decir demócratas, que son palabras mayores. Pero sí: ¿a qué ton negarles el pan y la sal de un calificativo de tamaño calibre? A día de hoy sostenemos un puñadito de demócratas de plumas sin capuchón, de verdades del barquero y de implicaciones periodísticas en bandolera. Busquen, busquen, a la izquierda de estos párrafos y enseguida saltará la alarma del hallazgo. (Necesaria acotación: la fotografía que ilustra este post pertenece a la sensible mirada artística de Esteban Pérez Abión).

Mi semana penúltima, mis meses precedentes, desfilan a paso de agua (utilizando el argot cofradiero). Las repaso, ahora, a ojo de buen cubero, y recojo al hilillo de la oportunidad brindada, algunas frases que suelo imponerme al alba. Suman reflexiones, indicaciones, matizaciones escritas por uno de mis literatos/periodistas/viajero/aventurero predilecto. Omito el nombre en beneficio de su letra de molde. Por ejemplo: Recuerda que tu libertad termina donde empieza la libertad del prójimo. O éstas otras: No bajes la guardia, no te creas el cuento de que la libertad de impresión es la libertad de expresión. Hay siempre más cosas debajo de la bóveda del cielo de las que percibe tu filosofía. No seas tolerante, sé respetuoso. Rompe rutinas. Cada fracaso es una senda que se abre, un telón que se levanta, una oportunidad que se te brinda. Aborrece el lujo. Desprecia la comodidad. Jamás te olvides de que el dinero lo destruye todo. Si juegas, no hagas trampas. Procura que no te quiten el sol.

¿Os interesan sus mensajes de fondo? Pues –ipso facto- me retrotraigo de lo dicho y revelo el nombre del autor: Fernando Sánchez Dragó.

Y voy concluyendo en aras de vuestra siempre exquisita paciencia. Mi ordenador portátil lleva a cuestas el palizón de la existencia vivida. De la obra en marcha, del sendero concurrido, del trabajo en grupo, de los textos comunes, de la trascripción de la amistad. Cada noche paso el grueso del material a la cajetilla de un disco duro independiente. Para que permanezcan las letras a buen recaudo, en la privacidad de mi casa. Un ordenador portátil debe saltar a la calle, cada mañana, desnudo de equipaje, como la soledad sonora de la poesía de Antonio Machado. Ahora un documento Word absorbe, como una esponja, el bailoteo de mis dedos sobre la tableta del alfabeto. Como acertadamente señala el camarada Pepe Contreras: un blog también es una fuente de desahogo. Mayormente, a mi juicio, cuando el desahogo vierte las razones de nuestra alegría.

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