¿Los silencios del periodista?
(Emitido en el espacio La Piquera de la Cadena COPE)

El silencio es una virtud propia de seres prudentes, circunspectos y cautos. La vocinglería, en cambio, de charlatanes atolondrados. Entre la mudez y el ruido dista todo un conglomerado de propósitos o de jeremiadas. Es decir: de loables intenciones o de enojosas lamentaciones. El silencio huele a inteligencia cuando proviene de sabios recatados. O de intelectuales rescatados. En nuestro mundo actual prima la monserga, la palabrería y los verbos huecos. Todo quisque pretende adoctrinar embarulladamente como achuchados por los ladridos de la vanidad de vanidades, del engreimiento, del protagonismo impenitente.

Sólo quien sabe callar… estará capacitado para oír el murmullo de los pájaros que seguirán cantando en el verso de Juan Ramón Jiménez. Sólo quien sabe callar… podrá escuchar el halagüeño sustantivo del espíritu interior. Sólo quien sabe callar… atenderá a la poesía de su propia naturaleza. Ya señalara el estadista inglés Benjamín Disraeli que hay personas silenciosas que son mucho más interesantes que los mejores oradores. O aquella aplaudida máxima de Shakespeare: Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras.

El silencio no conoce la terquedad ni el retorcimiento ni la zaragata ni la presunción. Galantea además la guapura de su misma discreción. No molesta, no hiere los tímpanos, no chirría la melodía de otras asonantadas. El silencio dignifica –por contraste, por contraplano, por descoco- el habla de lo mudo, la elocuencia de lo imperceptible. Da a entender, sugiere, multiplica por mil cualquier atisbo de la expresión.

Sin embargo el silencio no tiene cabida, no cuaja en razonamientos, no comunica, no magnetiza cuando parte del periodista. En este oficio no orienta ni interesa ni intercepta ni estipula. Un periodista silencioso propende al desperdicio, a la inutilidad bicéfala, al lenguaje acogotado. El poder de la comunicación es el poder de la razón, de la verdad, de la transparencia, de la incontinencia lingüística.

El periodista ha de elevar a voz en grito, a letra en molde, a párrafo y linotipia, toda la supuración de reflexiones que anide dentro de sí. Dar la callada por respuesta entraña la incompetencia de un periodista negado a su ilustre vocación. Para apostar por el rigor informativo, para repostar en el vigor comunicativo, el periodista ha de ahuyentar prejuicios, intereses creados, presiones sociales, dictámenes gubernamentales, encapotamientos de la hipocresía circundante, indecisiones y obnubilaciones.

Un brebaje de valentía y honestidad constituirá la más perdurable sintomatología del periodista veraz. Digo esto porque nuestro compañero Gabriel Álvarez –redactor/locutor de esta cadena COPE- ha hecho gala estos días de una integridad profesional fuera de toda discusión posible.

Sin atender a conveniencias personales, a tranquilidades estomacales, al usufructo de la neutralidad tan en boga encima del tejido humano del Planeta Tierra. Gaby no escatimó la corrección política del pensamiento dominante y, como un Cid Campeador de su Fe en el Altísimo, ha guerreado a favor de la creencia cristiana, ajeno a señalamientos y procesos públicos.
Quien os habla –un servidor de nadie a Dios gracias- podría haberse ahorrado este comentario. Pero sostengo un mucho de aprendiz del amigo Gabi. Y considero, por ende, que el silencio me desacredita también a la hora de pronunciar –urbi et orbi- las verdades del barquero del colega que, nuevamente, supo hacer de su capa un sayo. O, por mejor señalar, una saya bordada en los altares de la libertad de expresión.

Si leen ustedes el blog de Gabriel Álvarez –escriban esto mismo, el blog de Gabriel Álvarez, en cualquier buscador de Internet-, accederán a un par de post de arrojo y garboso tronío. Con dos bemoles bien puestos. Con las agallas suficientes como para templar la suerte –tentándola- en el albero de la libertad.

Mi amigo y camarada Pepe Contreras me alecciona sobre la devaluación de los valores humanos en un sistema contaminado por la envidia, los celos y los recelos. No le falta predicamento a este curtido coleccionista de primicias periodísticas. El valor de Gabi radica en la sustancia de su independencia. En la lealtad a su código moral.

Hoy la piquera no salpica erudiciones al retortero. Tan sólo planta los pies en tierra para colocarse frente por frente al espejo de una conducta con nombre y apellidos. Quien calla, otorga. Y quien otorga al fin y a la postre comulgará con las ruedas de molino de las tragaderas de la falsa progresía. Y no hablo de oídas ni de leídas. Enhorabuena, pues, para Gabriel Álvarez, por hacer del silencio su virtud y de su virtud la espoleta sin miedos ni trincheras de la palabra escrita.

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