Editorial espacio radiofónico CAFÉ DE PARÍS - Sus casas

Estimados oyentes de la Cadena COPE: César González Ruano –maestro de periodistas donde los haya- escribió un libro curioso y muy doméstico: Mis casas. Relataba sus tránsitos, sus hospedajes, sus tráficos y traslaciones, sus vivencias y convivencias, sus aposentos y sus miradas y sus moradas en cuantos pisos, caseríos y mansiones habitó durante su fecunda vida. Cualquier capítulo biográfico de Ruano es un desdoblamiento de reflexión madurada al exquisito modo. Desentrañaba el sagaz periodista la relación siempre comunal, fantasmagórica, espiritual, espirituosa, casi matrimonial entre el domicilio y su morador.

Resulta curioso entresacar cábalas –y a veces trágalas- de semejante envergadura. A estas alturas del mes de febrero –a estas alturas y a estas harturas- no sabría yo consignar si la casa propia se hace a uno o es uno quien se hace a la propia casa. Lo cierto y seguro -¿seguro?- descansa en el hermanamiento, en la fraternidad naciente, creciente, que consagra, estrecha, aprieta –pero no constriñe-, acaricia –pero no apretuja- al habitante con su inmueble, al inmueble con su habitante. Cuando los profesionales de la construcción elevan –ladrillo a ladrillo, mezcla a mezcla, sudor a sudor- un bloque de pisos no proyectan un edificio inmaterial. Ya de entrada dan luz a una de las partes de un matrimonio con patente de corzo para la aceptación del “sí quiero” en el altar mayor de la notaría. Piso y propietario matrimoniados hasta que la muerte los separe. Dios quiera que hasta la muerte porque lo contrario significaría el esclavizado divorcio de la mudanza. Y eso sí que no.

Si las circunstancias recrezcan favorables, los bienaventurados han de echar raíces definitivamente en el suelo de mármol de una hipoteca a treinta o cuarenta años. Sólo así profesaremos cariño a las habitaciones del hogar, dulce hogar. Cuando César González-Ruano escribió su acogedora obra, allá por aquellos entonces, la penitencia de la hipoteca no pesaba como el madero de Cristo. Quizá por eso aquel gran periodista brincaba de residencia en residencia como un saltamontes de ágil pluma y pasmosa –sí, pasmosa- literatura.

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