El salvavidas de la copla

Las últimas generaciones de sabelotodos desconocen la aportación de Lauren Postigo en pro de la supervivencia de la copla cuando el género prácticamente fenecía entre arroyos de movida discotequera y ninguneo de las altas estancias democráticas. La transición española fue al folclore cañí lo que la cultura socialista al legado de José María Pemán: un auténtico arrinconamiento la mar de calamitoso. Porque la canción española, entonces arraigada en la alegría sin causa de las amas de casa de la posguerra, cicatrizó muchas heridas de la podredumbre ambiente, y allá donde menguaba el regocijo de un cocido inexistente saltó la chispa de una sonrisa que cantiñeaba aquello de “el día que nací yo, qué planeta reinaría”. Felices en su hambruna porque las letrillas de Rafael de León erizaban el vello del alma de los amores y los desamores de quién sabe cuánta gente anónima.

España –sí, hombre, sí, España- revoloteaba entonces como un vencejo de imposible vuelo que picoteaba los sueños de unas alas a ras de esperanzas. Y la copla salvó de la depresión moral, de la depresión mortal, a toda una nación hundida en las cloacas de los restos de la contienda civil. ¿La copla como enseña de una sociedad decrépita, inculta, insuficientemente docta en las asignaturas de la humanidad? No, chico, no diga usted semejante zarandajas. Las fruslerías guárdelas en la despensa de los titulares de programas empeñados en desterrar la dignidad de los muertos, eso que erráticamente se autodenomina prensa rosa. La copla nacía del duende que aglutinaba el carácter de lo español para quintaesenciarlo en la felicidad de la pobreza, en la dignidad de la sencillez, en la transparencia de los sentimientos, en la nobleza del ánimo, en la siembra de la gracia, en los batallones del ángel de Dios como guarda de cada cual, en los esmaltes del optimismo, en la insurgencia del cachondeo, en la abreviatura del compadreo, en los preceptos de la raza, en las melodías del confesionario emocional. ¿Qué no otra expresión fueron nuestras coplas sino las melodías secretas del más pasional de las confesiones amorosas?

Pues toda esa amalgama de virtuosismos identificadores quedó de la noche de los tiempos a la mañana de la novelería sepultada –o casi- bajo el grueso mármol de una falsa etiqueta de anacronismo obsoleto. Corrían - y de qué juvenil manera- los años setenta. La estética pop enseguida mandó a freír espárragos la ética de la peineta y la bata de colas. Y, como en una película dirigida por Pedro Almodóvar y protagonizada indistintamente por Carmen Maura, Verónica Forqué, y Cecilia Roth, la copla tuvo que preguntarse, tan sorprendida, qué he hecho yo para merecer esto. Porque la libertad sin censura de la España franquista manó de madrugada de las fuentes artísticas de los tablaos de la farándula. Y la oficialidad de la crónica sentimental del país tan sólo adquiría naturaleza de verosimilitud en la producción omnipotente de los León, Quintero y Quiroga. Pero la piel de toro olvida pronto y mal. Y las penúltimas generaciones de sabelotodos ignoran que si la copla no agonizó -sino todo lo contrario- durante la crisis de los setenta fue gracias a que Lauren Postigo nos removió las entrañas de lo genuinamente nuestro desde El Corral de la Pacheca con un mítico Cantares que entonces sonaba solemnemente a Suspiros de España.

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