Creo que el sentido veraz, auténtico, primigenio de la vida se justifica, se explicita, se enciende y se manifiesta en un entendimiento de buena voluntad, en la generosidad imperiosa del cariño regalado a espuertas, en la trepidante aventura de encontrarse en las dudas o en las certezas del otro o la otra, en la calidez de las chispas que crepitan sobre las llamas de la comunicación. Para disfrutar no siempre es necesario la eclosión de la juerga a tutiplé. Para disfrutar no siempre es necesario el crujido de una adquisición material. Para disfrutar no siempre es necesario el incremento de la cuenta corriente. Para disfrutar no siempre es necesario el falso condimento del prurito, la indigestión del yo. Para disfrutar no siempre es necesario el recibimiento del aplauso exterior. Para disfrutar no siempre es necesario el canjeo del éxito según la normativa del pensamiento dominante. Para disfrutar no siempre es necesario fingirnos como elementos activos que no cesan en su empeño de afanarse en hacer cosas que a la postre no nos llevan a parte alguna y que, en puridad, tampoco nos engrandecen como ciudadanos del mundo. Hay gente que se cava la fosa del autoengaño en este sentido. Porque jamás han llegado a ser el que verdaderamente es. Para disfrutar basta con el milagro de un abrazo sin prisas. Para disfrutar basta con compartir nuestras fragilidades, nuestras debilidades, nuestros titubeos, nuestros fracasos, nuestros fantasmas. ¿Es perjudicial confesar nuestras vulnerabilidades en el trayecto inagotable de un abrazo? ¿Es dañino alargar el silencio de un apretón en la intensidad de largo recorrido de un abrazo? ¿No se acaban todas las penas y todas las tristezas en la contagiosa declamación de un abrazo? Debemos experimentar abrazos de horas. De horas y horas. Porque la terapia consecuente no tiene parangón. Voy a decir más: no sabría ahora precisar si existe un prodigio mayor que la candela afectiva de un abrazo. ¡Es que es pura transmisión y pura fusión y puro intercambio y pura simbiosis! Cuando me preguntan qué considero yo por sentirse desgraciado, mi respuesta es tajante: andar huérfanos de abrazos.
En el trayecto de un abrazo
Creo que el sentido veraz, auténtico, primigenio de la vida se justifica, se explicita, se enciende y se manifiesta en un entendimiento de buena voluntad, en la generosidad imperiosa del cariño regalado a espuertas, en la trepidante aventura de encontrarse en las dudas o en las certezas del otro o la otra, en la calidez de las chispas que crepitan sobre las llamas de la comunicación. Para disfrutar no siempre es necesario la eclosión de la juerga a tutiplé. Para disfrutar no siempre es necesario el crujido de una adquisición material. Para disfrutar no siempre es necesario el incremento de la cuenta corriente. Para disfrutar no siempre es necesario el falso condimento del prurito, la indigestión del yo. Para disfrutar no siempre es necesario el recibimiento del aplauso exterior. Para disfrutar no siempre es necesario el canjeo del éxito según la normativa del pensamiento dominante. Para disfrutar no siempre es necesario fingirnos como elementos activos que no cesan en su empeño de afanarse en hacer cosas que a la postre no nos llevan a parte alguna y que, en puridad, tampoco nos engrandecen como ciudadanos del mundo. Hay gente que se cava la fosa del autoengaño en este sentido. Porque jamás han llegado a ser el que verdaderamente es. Para disfrutar basta con el milagro de un abrazo sin prisas. Para disfrutar basta con compartir nuestras fragilidades, nuestras debilidades, nuestros titubeos, nuestros fracasos, nuestros fantasmas. ¿Es perjudicial confesar nuestras vulnerabilidades en el trayecto inagotable de un abrazo? ¿Es dañino alargar el silencio de un apretón en la intensidad de largo recorrido de un abrazo? ¿No se acaban todas las penas y todas las tristezas en la contagiosa declamación de un abrazo? Debemos experimentar abrazos de horas. De horas y horas. Porque la terapia consecuente no tiene parangón. Voy a decir más: no sabría ahora precisar si existe un prodigio mayor que la candela afectiva de un abrazo. ¡Es que es pura transmisión y pura fusión y puro intercambio y pura simbiosis! Cuando me preguntan qué considero yo por sentirse desgraciado, mi respuesta es tajante: andar huérfanos de abrazos.
Creo que el sentido veraz, auténtico, primigenio de la vida se justifica, se explicita, se enciende y se manifiesta en un entendimiento de buena voluntad, en la generosidad imperiosa del cariño regalado a espuertas, en la trepidante aventura de encontrarse en las dudas o en las certezas del otro o la otra, en la calidez de las chispas que crepitan sobre las llamas de la comunicación. Para disfrutar no siempre es necesario la eclosión de la juerga a tutiplé. Para disfrutar no siempre es necesario el crujido de una adquisición material. Para disfrutar no siempre es necesario el incremento de la cuenta corriente. Para disfrutar no siempre es necesario el falso condimento del prurito, la indigestión del yo. Para disfrutar no siempre es necesario el recibimiento del aplauso exterior. Para disfrutar no siempre es necesario el canjeo del éxito según la normativa del pensamiento dominante. Para disfrutar no siempre es necesario fingirnos como elementos activos que no cesan en su empeño de afanarse en hacer cosas que a la postre no nos llevan a parte alguna y que, en puridad, tampoco nos engrandecen como ciudadanos del mundo. Hay gente que se cava la fosa del autoengaño en este sentido. Porque jamás han llegado a ser el que verdaderamente es. Para disfrutar basta con el milagro de un abrazo sin prisas. Para disfrutar basta con compartir nuestras fragilidades, nuestras debilidades, nuestros titubeos, nuestros fracasos, nuestros fantasmas. ¿Es perjudicial confesar nuestras vulnerabilidades en el trayecto inagotable de un abrazo? ¿Es dañino alargar el silencio de un apretón en la intensidad de largo recorrido de un abrazo? ¿No se acaban todas las penas y todas las tristezas en la contagiosa declamación de un abrazo? Debemos experimentar abrazos de horas. De horas y horas. Porque la terapia consecuente no tiene parangón. Voy a decir más: no sabría ahora precisar si existe un prodigio mayor que la candela afectiva de un abrazo. ¡Es que es pura transmisión y pura fusión y puro intercambio y pura simbiosis! Cuando me preguntan qué considero yo por sentirse desgraciado, mi respuesta es tajante: andar huérfanos de abrazos.