La mano del Señor toca –quedamente- nuestra vida de Hermandad

Con mayor o menor independencia de la obligación que todo cofrade contrae al respecto de su inclusión anual en el cortejo nazareno, al margen de la siempre recomendable experiencia de Fe sustentada bajo el antifaz, al costado de lo meramente estatutario, existen circunstancias muy señaladas que reduplican –o multiplican por mil- el sentido anónimo de determinadas promesas internas, de concretas motivaciones al punto y hora de sumarnos (en nuestra calidad de nazarenos) a las filas de una cofradía.

Estas circunstancias por nadie conocidas pero que pertenecen de hecho al patrocinio inmaterialmente humano de la colectividad, a la grandeza de una cofradía secretamente insuflada de peticiones personalizadas, como un rosario de voluntades con nombres y apellidos. Mi Hermandad es grande. Pese a los sofocones que nos reporta de cuando en cuando. Es grande porque palpita allá donde ninguno atisbamos a descubrir su mejor latido (por lo común en los hermanos más desconocidos/discretos/prudentes o reservados). Brota un ejemplo, paradójicamente, del alma menos previsible. Del instante menos pensado (esta misma mañana yo mismo, después de un par de jornadas bastante confusas, he recibido un buzón de voz cargado de emoción, arrepentimiento, afectividad y solicitud de perdón… ¿Acaso preexiste conducta humana más honrosa que la solicitud de perdón?). A veces suceden guiños, señales, demostraciones del porqué la mano del Señor toca –quedamente, cadenciosamente- algunos capítulos, encrucijadas y disyuntivas de nuestra vida de Hermandad. Posiblemente para hacernos recapacitar de tarde en tarde.

Con los años he aprendido a querer a mi Hermandad según los testimonios de amor de sus hermanos a través de la cofradía en la calle. El porqué y el para qué salían. Y sobre todo el para quién. Sí, has leído bien. Y créeme a pies juntillas si te aseguro que muchísimas peticiones iban dirigidas en beneficio de terceros: para un familiar, para un amigo, para una allegada. He conocido de cerca –porque así me lo confiaron muchos/as de ellos/as- cómo las promesas de nuestros hermanos partían del agradecimiento por la recuperación de un ser querido. O por la feliz llegada al mundo de un hijo/a. Podría relatarte algunos ejemplos de vellos de punta. Han sido escasísimas muy pocas, poquísimas- las hermanas que dejaron de salir al año siguiente de dar a luz. Prácticamente todas ofrendaron lo mejor de sí con la túnica blanca. La mayoría, incluso, intensificaron su penitencia como ofrenda añadida (generalmente a favor de la salud deseada para el recién nacido). Han sido innúmeras las alianzas nunca sabidas, las plegarias jamás descubiertas, las reconversiones interiores.

Una cofradía es un dédalo de sentimientos delineados por el veredicto de las razones íntimas del puñado de hombres y mujeres que rezan al trasluz de la noche, cirio en mano, sandalias pisando los albores de la amanecida, pupilas como espejo –y no espejismo- de la Luna de Nisán. Ya huele a Semana Santa. Y ese olor me retrotrae a los años de infancia de chocolatinas redondas en una sillita de la calle Larga. Cuando la Carrera Oficial no cambiaba de un año para otro.

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