A los pies de Santa Cruz

Este domingo nos dejamos llevar por la desnaturalización de la rutina. Es decir: disfrutamos a manos llenas –absorbidos por la libertad (de condición y de vocación) de nuestras entrañas y de nuestras desentrañas (verbo conjugado según las pautas de la real gana)-. Disfrutamos, sí, con un descoque de solemnidad, rito, tradición, templanza, soltura y presteza. Sin atender a ninguna planificación previa. ¿Jerez o las afueras? ¿Las afueras o Jerez? Improvisando sobre la marcha, como unos correcaminos sin desiertos, quisimos recuperar los cielos perdidos que entonces cantara prolíficamente el inusual articulista Joaquín Romero Murube. Y nos entregamos -¡siempre boquiabiertos!- al paraíso adelantado de una Sevilla destellada del tiempo de vísperas. ¡Qué ciudad andante en la parroquia de sus ceremoniales del gozo! ¡Qué maravilla de juventud itinerante del besamanos de la Carretería a la caña y tertulia de la plaza del Salvador y de la plaza del Salvador a las subliminales tapitas del Mesón Cinco Jotas -¿existe a trescientos kilómetros a la redonda mejor cerveza que ésta de oro y catártico frescor?- y del Mesón Cinco Jotas al barroquismo de las cancelas abiertas de los templos de la gracia!

Todo puesto y dispuesto –como los costaleros de la trasera de las emociones que ya levantan el paso de la fugacidad de las horas- para regresar antes de la clausura del besamanos de Loreto. Echo de menos mi estancia en la jerezana Iglesia de San Pedro (allí regresaré a la caída de la noche) pero la capital hispalense me depara una jornada rebosada de alegrones. Nuestros objetivos salen, chasquean, crepitan a pedir de boca. Intachable el sino de los minutos inminentes. Cuando piso el suelo sevillano, cuando formo parte de este envoltorio celeste, el ángelus susurra su sinfonía de triunfales heráldicas. Y penetro en los canales y en los anales de la misma gloria: besapiés del Cristo de las Misericordias (Hermandad de Santa Cruz). Profeso una veneración indefinible por el distrito, por la atmósfera, por la partícula orgánica, por la leyenda y por el marbete histórico del barrio de Santa Cruz. Un dédalo de callejuelas que hilvanan en zigzag la epopeya de la vieja judería. Cuna de don Juan Tenorio, hospital para los Venerables Sacerdotes, azulejos de amarillo crisol, extrapolación lírica… Cruz de la Cerrajería o nostalgia de fotografías de mis padres recién casados a finales de los cincuenta. Silencios que entonan versículos de pasiones desatadas, bohemia con talento, creatividad sin efugios. La raigambre de lo sucedáneo, la estabilidad del incienso.

A nada atiendo al margen de la infractora versión de mis instantes. Cunde las pesquisas del respeto. Estoy a los pies de mi Cristo de Santa Cruz: mirada a los cielos de las estancias reveladoras. Aquí me hallo: entre la finísima línea delgada que entrecruza lo humano y lo divino. Vaticinios de capirotes negros como un Patio de Banderas de traducciones de Martes Santo. La verosimilitud del Evangelio con páginas de madera ensangrentada. Los brazos extendidos en la horizontalidad de la doctrina cofradiera. Enseñanza –sabia por savia, savia por sabia- mantenedora de Fe. Los hermanos de esta corporación celebrarán el Quinario de la renovación de sus sagradas costumbres. Y la suspensión de los calendarios reactiva los apogeos de la Cuaresma. Es domingo –pasado o presente- y sostengo un diálogo de tú a tú con Quien continúa clavando las retinas en las algodonadas nubes de la calle Mateos Gago. Un sol de justicia ensalza la hipérbole de mis reencontradas sensaciones.

En las horas subsiguientes sobrevendría la audacia de una ciudad prodigada –nunca de extranjis- en el ritual de las manos entrelazadas, de las mesas de estampitas, de los priostes balanceando los incensarios de los nervios de acero, de los cafetitos y dulces en la esquina de la plaza del Duque, de los escaparates con nazarenos de papel y pasitos en miniatura de la Campana, de los violines errantes de la calle Sierpes, de los abuelos enamorados de la plaza San Francisco, de las muchachas francesas en chanclas y ordenadores portátiles sobre las rodillas, de los niños de abriguitos azules correteando por los redondeles de San Lorenzo, de los azulejos del Pali cantiñeando sevillanas de entonces en plena calle Castilla, de los portalones de la Esperanza de Triana según el hipérbaton indescifrable de Pureza sobre Pureza, de sacrosantos encuentros con cristianos de tu misma catadura a la altura de Los Remedios, de coleccionables de Semana Santa del ABC en las cartucheras de tu liviano equipaje, de paseatas inextinguibles, de precursores encargos de trajes de flamenca, de guiris arrebujados bajo el protocolario manto de las chaquetas azules de la Función Principal de la Virgen de la Estrella -¡la Valiente de Triana!-.

A escasos centímetros de la magnificencia de las Cigarreras –cofradía de abolengo- concluimos el trecho de la jornada. Sevilla atardece remansadamente. Los puntos de luz anaranjados pigmentan el paisanaje de un olor a café vienés. El cansancio hormiguea las perneras. Observación acuosa, una fotografía de Virgen arrodillada en los bolsillos. El agotamiento se apoya en la andadora de lo recentísimo. Confieso que este pasado domingo he escuchado el timbre de voz de Nuestro Señor Jesucristo…

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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