Domingo de Ramos: Paradójica circunstancia de un sueño de ojos abiertos

Acabo de regresar de la recogida de la sevillanísima Virgen de la Estrella. El reloj marca las tres y dieciocho minutos de la madrugada. He experimentado un Domingo de Ramos pleno de intensidades. En efecto: todo vuelve a suceder en los aledaños de nuestra memoria. Pero quizá ateniéndonos a puntadas disímiles de la estética del gozo. Siempre el mismo escenario y siempre tan diferentes las sensaciones. Sevilla ha perpetuado –otra vez- su inabarcable acervo histórico/artístico/religioso. El camino más corto de la Semana Santa no siempre configura una línea recta. De ahí que hayamos pateado la ciudad de parte a parte. Caigo en la cama hecho trizas. Pero mi corazón late a ritmo de pistones de cornetas del Señor de las Penas por el puente de Triana mientras la cofradía -reflejo de un río palpitante de cirios ya a tientas iluminados- regresa a la calle San Jacinto a oscuras, a cadencia de corporación clásica de estampa color sepia, a calor y a candor de la muchedumbre de aquella otra parte de la capital hispalense. Ni palabras manejo ni fuerzas para deslizar mis dedos sobre el teclado. El contento se apodera de mí. Podría ahora consignar la soberanía categórica de la Amargura –mar de blancos capirotes en la oleada de simetría de la calle Trajano- o la sublimidad del Cristo del Amor –efigie de Dios sobre el madero de la esquina de Javier Lasso de la Vega- o la voluta de evangelización que es el paso de misterio de San Roque o la presidencia rocambolesca de la Hiniesta con una pandilla de guardaespaldas escoltando la presencia y la presidencia del alcalde sevillano en el lugar preferente del pasopalio. Triana me ha dado de cenar como sólo los trianeros saben hacerlo: con gracia, con mano de santo para los fogones de las recetas de nuestra Baja Andalucía y con exquisitez de alegría a granel. Cuento amigos por doquier en esta tierra de María Santísima. Sevilla, en Semana Santa, eleva el paisanaje plenipotenciario de su misma idiosincrasia: lo divino se apodera entonces de lo humano. Os dejo un puñadito de fotografías. Es cuanto menos debo ofrecer a quienes –extendiéndoos en mayor o menor intensidad- me escribís estos días de quietud de los recuerdos y de fugacidad del tiempo. Gracias por rellenarme el buzón de la bandeja de entrada de mi correo electrónico de testimonios propios de vuestra vivencia de los días pasionales, del hálito de la túnica nazarena, del pálpito de un secreto hoy, ayer, mañana… compartido bajo la férula del secreto. El reencuentro con la infancia que ahora rescatamos (porque la Semana Santa pertenece a la inocencia de los niños) y el recuento de la madurez personal a través de su pulsión frente al paso y al peso de los años confluyen en la invariable grandeza de este milagro primaveral. El sueño, en efecto, me atrapa. Paradójica circunstancia. ¿Acaso no anduve toda la jornada soñando con los ojos abiertos?

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