La castiza sinfonía de la saeta
(Artículo publicado en La Voz este pasado Domingo de Ramos)
La saeta quiebra los albores de un lenguaje que –sin merma de su comprensión, sin amagos de su complexión y sin menoscabo de su penetración- alcanza y traspasa los límites de la finitud humana. La saeta es el madrigal de un alma que reza ejerciendo la portavocía de todos cuantos escuchan –arremolinados en derredor de la cofradía- la letrilla de la garganta de un balcón abierto de par en par a los cielos de Dios hecho hombre. La saeta restaura la carcoma de la indiferencia religiosa. Y bendice abruptamente -¡y casi a las bravas!-, en un repente de tronío y lágrimas de sangre, la oración del pueblo andaluz entonces brujuleando el canto y el cante de confesionario de la calle.
La saeta se escribe como un tratado de anatomía del sentimiento popular con tonalidad flamenca a la antigua usanza. Como un mandamiento de la ley de Dios clavado en el santo madero del gozo de nuestra Semana Santa. La saeta fue almacenada en el interino rincón de los milagros de la Primavera que siempre regresan cuando la Luna de Nisán anuncia capirotes de penitencia por un itinerario de Gracia.
La saeta rescata la nómina de los más cenitales cantaores de la bendita tierra nuestra. Y se transfiere como un estruendo de pacificación interna, como un piropo incontenible, como un valor inmanente de la expresión pública con suplicios de auténtico triunfo. La saeta es el padecimiento de la victoria. El trasunto sacrosanto de la comunicación. La excepción de lo perdurable. El hilo conductor de lo inmanente. Una fraternal lucha de contrarios. El blasón de un rezo improvisado.
El llanto que rompe al arrullo de las canastillas de los pasos de misterio. La desesperación de la libertad. El concilio del arrepentimiento. La proclama de la sencillez filial. El algodón de los bienaventurados. La supuración de una llaga secreta. El jirón musical del quebranto. La complicidad de los huérfanos de perdón.
José Luis Zarzana Palma, pregonero de tantos géneros, orador de tantos registros, incitador de tantas poéticas, quiso entregarnos días atrás la patente de un homenaje a estas estrofas que, en efecto, y al decir del memorable don Antonio Machado, han de concebirse como “¡Cantar del pueblo andaluz, / que todas las primaveras / andan pidiendo escaleras /para subir a la cruz!”. Atendamos, pues, al largo quejido de su eternidad. Atendamos porque… La saeta comienza a entonarse en las cuerdas vocales de la semana que hoy comienza.
Y todo volverá a suceder. Una mano que se extiende desde las alturas, unos ojos que se cierran y una voz que arranca. Nace, de nuevo, como descendida de las estancias celestes, como brotada de los arranques de eternidad, nace de nuevo, sí, la saeta. Hágase en nosotros su letanía, su cercanía y su (castiza) sinfonía.
La saeta quiebra los albores de un lenguaje que –sin merma de su comprensión, sin amagos de su complexión y sin menoscabo de su penetración- alcanza y traspasa los límites de la finitud humana. La saeta es el madrigal de un alma que reza ejerciendo la portavocía de todos cuantos escuchan –arremolinados en derredor de la cofradía- la letrilla de la garganta de un balcón abierto de par en par a los cielos de Dios hecho hombre. La saeta restaura la carcoma de la indiferencia religiosa. Y bendice abruptamente -¡y casi a las bravas!-, en un repente de tronío y lágrimas de sangre, la oración del pueblo andaluz entonces brujuleando el canto y el cante de confesionario de la calle.
La saeta se escribe como un tratado de anatomía del sentimiento popular con tonalidad flamenca a la antigua usanza. Como un mandamiento de la ley de Dios clavado en el santo madero del gozo de nuestra Semana Santa. La saeta fue almacenada en el interino rincón de los milagros de la Primavera que siempre regresan cuando la Luna de Nisán anuncia capirotes de penitencia por un itinerario de Gracia.
La saeta rescata la nómina de los más cenitales cantaores de la bendita tierra nuestra. Y se transfiere como un estruendo de pacificación interna, como un piropo incontenible, como un valor inmanente de la expresión pública con suplicios de auténtico triunfo. La saeta es el padecimiento de la victoria. El trasunto sacrosanto de la comunicación. La excepción de lo perdurable. El hilo conductor de lo inmanente. Una fraternal lucha de contrarios. El blasón de un rezo improvisado.
El llanto que rompe al arrullo de las canastillas de los pasos de misterio. La desesperación de la libertad. El concilio del arrepentimiento. La proclama de la sencillez filial. El algodón de los bienaventurados. La supuración de una llaga secreta. El jirón musical del quebranto. La complicidad de los huérfanos de perdón.
José Luis Zarzana Palma, pregonero de tantos géneros, orador de tantos registros, incitador de tantas poéticas, quiso entregarnos días atrás la patente de un homenaje a estas estrofas que, en efecto, y al decir del memorable don Antonio Machado, han de concebirse como “¡Cantar del pueblo andaluz, / que todas las primaveras / andan pidiendo escaleras /para subir a la cruz!”. Atendamos, pues, al largo quejido de su eternidad. Atendamos porque… La saeta comienza a entonarse en las cuerdas vocales de la semana que hoy comienza.
Y todo volverá a suceder. Una mano que se extiende desde las alturas, unos ojos que se cierran y una voz que arranca. Nace, de nuevo, como descendida de las estancias celestes, como brotada de los arranques de eternidad, nace de nuevo, sí, la saeta. Hágase en nosotros su letanía, su cercanía y su (castiza) sinfonía.