Un correo para Inma

Querida Inma: Acabo de leer el e-mail que has depositado en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. En el buzón imaginario de la nostalgia que todavía chorrea cera morada sobre el pavimento de nuestra vivencia compartida. Te imagino redactando cada renglón de este glosario del gozo con tu mano todavía inmersa en la plata dormida de una bocina al hombro. Mano sobre el pecho del antifaz, mano de dedos alargados porque alcanzar quieren las profundidades de tu corazón latiente en la morada siempre dulce de la Madre de Loreto, mano de imperdibles colocados sobre la cola de mi túnica. Mano de señal de cruz, mano que antaño también alzara un cirio sobre la cadera.

Mano, la tuya, que ayer debía ser mi mano. Sí, Inma, mi mano sosteniendo la trompetería de una ubicación en el cortejo que sin embargo tú permutaste a mi favor. Gracias a tu mano, la mía –pasadores de nudo morado cruzando los puños de la blanca camisa- pudo acariciar la manigueta de la cercanía de los suspiros de una Virgen que repartía bendiciones apenas metro y medio arriba de mis hombros. Porque sí: yo escuché los suspiros de nuestra Madre a cada chicotá, a cada avanzadilla de los hombres comandados por José Antonio: “Esta levantá va por quienes hace años cargaron con Ella y por los que vendrán a cargarla”. Por los que vendrán… Por los que vendrán. Fíjate, Inma, qué máxima, qué pregón, qué edicto de la gloria, qué belleza esculpida por el cincel de la comisura de los labios de nuestro capataz. Dedicar el esfuerzo de la cuadrilla por aquellos que vendrán… ¿Cabe frase más hermosa en el catálogo del sentimientos de un cofrade?

Ayer, Inma, otra vez, fuimos arrebatadamente hijos de una misma ascua. Discípulo de una idéntica espita. Lumbre de silencio, canto de mudez, candela de oración. Tu mano asida a la voluta de plata de la inicial designación que para mí reservó el Diputado Mayor de Gobierno. La mía, mientras tanto, aferrada a la caracolada espiral de una manigueta que recogía –como un embudo de algodones celestes- los comentarios, los piropos, los requiebros emocionales del público. Probablemente argüirás que no me asiste la razón, que mi posición en la comitiva fue la correcta, que la tuya estaba ya predestinada de antemano. No obstante me fijé en cómo miraste a la Virgen –a través del anonimato del antifaz y mientras ya andabas hacia la calle- cuando doblabas la curvatura de los bancos interiores de la iglesia para encarar el pasillo central del interior de San Pedro. Era tu última oportunidad para absorberte del tesoro de la retina de tu Virgen de Loreto antes de la salida procesional. ¡Cómo fundiste tus ojos con los de Ella! ¿Ves cómo los momentos íntimos de cada cual también alimentan la sensibilidad del prójimo? Me emocionó ese gesto de tu penúltima ofrenda. El intercambio de lo humano con lo divino. Tus ojos elevados a las alturas de la Reina de San Pedro.

El cortejo encaramándose a la luz que penetraba por la cuadratura de los portalones del templo. Un cuadro de luminosidad como contraste con la cúspide de una rebujina de largos capirotes. Ancha, sí, era la puerta y angosto el camino. Durante nuestra existencia nos toparemos con personas que mucho prometen y nada ejecutan. Con demasiada oferta en balde, con cuantiosas decepciones, con seres expertos en la conjugación del verbo defraudar. Con deserciones, con abandonos, con deslealtades. Las advertimos a leguas. Antes bien tu fidelidad, tu felicidad, tu facilidad para la Virgen de Loreto se condensó, se encandiló, se encarriló en el homenaje de tu mirada. En la mirada de tu homenaje. En la contemplación de despedida, en el adiós de tus pestañas, en un “hasta luego, ¿hasta siempre?” de nazarena que ya casi ofrecía la espalda al frontal del paso…

La música sacra sonaba como la banda sonora del más reluciente guiño interior. Cuanto vino a continuación supo apreciarlo todo Jerez. Pero yo me acordé de tu tía Maruja y de su puntualísima espera en el portón de su casa a la vuelta de la cofradía por Bizcocheros. Y de la madre del hermano que ayer, como yo, también elevaba un puño de camisa blanca en la manigueta izquierda de las andas de la Señora. Y de cómo aquellos niños de Santo Domingo hoy procesionábamos cerca del aliento de la Virgen por las canónicas razones de la antigüedad. Y de aquellos Viernes Santo de capas blancas, de Pepe Vargas ocupando la misión que ahora desempeña nuestro entrañable Carlos Amarillo, de Manolito el del Huerto gritando guapa en su inédito y entendible código lingüístico.

Regresaron a mi mente (nuestra realidad propende a la teoría del eterno retorno) un capataz muerto fatídicamente hace veinticinco años, Antonio Delgado –tan ejemplar, tan entregado, tan abnegado, tan servicial, tan devoto- saliéndose de la cofradía dos calles antes de la recogida propiamente dicha, la santa de la calle Valientes número 6 con varices en las piernas, Paco Larraondo en la presidencia del cortejo (¡Ah aquellos reconocibles cinco nazarenos de la presidencia de siempre: Eduardo Velo, Paco Larraondo, Miguel Puyol, Antonio Berro y Luis Sola!). Una cofradía es un eslabón humano que sobrepasa la medida del tiempo. Ayer, Inma, cuajé la estación de penitencia de mi reconversión personal. Una conversión que precisamente me permite seguir siendo el mismo. Sin interferencias, sin modulaciones, sin premeditaciones.

Coincido contigo. Recalco las palabras de tu e-mail hasta el postrero punto final. Y te agradezco la plenitud de tu testimonio. La consistencia de tu Fe, la acústica de tu trabajo y la calidad y la calidez de tu sentimiento cofrade. Y una última cosa: muchas gracias por el beso que me diste antes de la estación de penitencia. Te lo devuelvo ahora con este e-mail bañado en las lágrimas que ayer derramara la Virgen de Loreto cuando también supo apreciar la intensidad de la mirada que quisiste regalarle. No la abandones nunca.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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