Benedetti, fluencia de lo preciso, frase miniada, octogenario de regate corto

Ha muerto Mario Benedetti. Octogenario de regate corto, refinamiento en barras, fluencia de lo preciso, frase miniada, tono pegadizo, compatriota de todos los idealismos. Un artista fecundo y no facundo. Su prosa era/es como una ventisca de palabras que acaricia la dermis de la semántica (transcrita, cómo no, con letras capitulares). Ingerimos la escritura de don Mario como quien engulle el bálsamo de la paz interior: siempre flota y reflota el valium de la temperatura íntima. Sus cuentos nunca toman el rábano por las hojas. Porque no tergiversaban ninguna posibilidad de la verosimilitud. Una ficción potencialmente dable. De prodigiosa laboriosidad, Benedetti nos lega la herencia de su copiosa obra. Un autor a la antigua usanza: escritor/escritor de veinticuatro horas cada día. Ya apenas existen los hombres encharcados de literatura en las trazas de su ADN. Ahora la manufactura comercial –los libros de mercado, las páginas de plástico, la redacción de sistema Word- aparcan y apartan la magnitud del estilo, la visión literaria de la realidad, la interpretación poética de los latidos de nuestra existencia. Leyendo a Benedetti comenzamos irremediablemente a bailar en el otro yo que anida entre pecho y espalda. Entre la daga del corazón y la llaga del sentimiento. Una danza que nos aproxima a los antónimos y a los parónimos de otras abatibles certezas. Sus párrafos son un tableteo de alternativos compases creativos: algo así como la melodía de lo intransferible. Por esta razón nos reconocemos en sus entre líneas, en sus márgenes de silencio, en sus grecas de elipsis. Y en la sonoridad de su acento escrito. Abrocha el bucle abierto de cualquier curiosidad. Y resucita la paralela anarquía de su imaginación. ¡Ah, la anarquía de su imaginación! ¡Bendito desgobierno de las ideas! ¡Tan preclaras, tan burbujeantes, tan traspasables!

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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