Chiquillos a puñetazos

El mundo de los adultos es una borrachera de contradicciones. Denunciamos la violencia en las aulas como un signo de alarma, ponemos el grito en el cielo cuando dos chiquillos se enzarzan en una paliza recíproca, nos espantamos como despavoridos cuando los centros educativos recogen puñetazos, mamporros, manotazo va y pescozón viene, esas descomunales tundas entre el alumnado. Y –como objetores del desastre, como comisarios del suceso, como salvadores del desaguisado- nos revelamos, nos cabreamos, arremetemos urbi et orbi contra una salvajada –no existe ninguna peor que dos chavales incitados por el odio- que bien merece la más tajante solución. Sin embargo yo me pregunto quizá tampoco pecando garrafalmente de ingenuo: ¿No actúan los pequeños por mimetismo? ¿No reproducen por acción –y no por omisión- cuanta actualidad observan a pie de calle, a pie de telediarios, a pie de periódicos, a pie de guerrillas de los videojuegos de las puñeteras batallitas del matar y matar y matar al mejor postor, al mejor francotirador, al mejor asesino a sueldo? ¿No es la televisión un imán de fanatismo, de saña, de malasangre, de salvajismo?

Basta echar una ojeada a los estantes de juguetes de los grandes centros comerciales. Hasta los muñecos han endurecido su rostro. La mayoría expulsan pólvora por la retina. Armados y bien armados, predispuestos a la lucha, encanallado el ademán. La pérdida de valores de la sociedad afecta, contagia, corrompe a los hijos del mañana. Los adultos no ejercemos de tales. Y del palo avinagrado crece la astilla corrupta. Como un árbol genealógico de viciados ramajes. Producen náuseas la propagación del contraejemplo. Cada vez que observo la brutalidad de pequeñines protagonizando un combate de boxeo en el patio del colegio me viene a la memoria aquel impactante capítulo de La Barraca de Vicente Blasco Ibáñez. España quedó conmovida a principios de los años ochenta cuando, en la serie televisiva, los zagales de la huerta mataron al pobrecillo hijo de Batiste. Ojalá la verdadera memoria histórica, la de los grandes éxitos de las famosas teleseries, sirva de reflexión para una tendencia abominable que está destrozando la inocencia de los niños.

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