De excursión con los amigos del Ateneo
Siempre hice buenas migas con la gente –sencillísima, familiar, hospitalaria, culta y campechana- del Ateneo de Jerez. Pepe Rodríguez López, su presidente, me tiene al tanto del devenir de esta entidad cultural que continúa progresando con pasos firmes y razonados. Fui testigo directo de su asamblea general fundacional hace ya un puñadito de años (¡cómo corre el tiempo sin frenos de mano ni paradas ni fondas!). Entonces Pacheco –don Pedro- se agarraba como un clavo ardiendo a la férula de no pocas asociaciones de vecinos. Al nacimiento –o, por mejor decir, refundación- del Ateneo de Jerez concurrieron todas las fuerzas políticas vigentes entonces en la ciudad. Luego Pepe Rodríguez, Juan Martín Pruaño, Manolo Simancas, Juan José Dorantes y compañía anduvieron no a tientas pero sí a cuerpo limpio –sin escuderos ni padrinazgos- por la senda del derecho propio: jamás recibieron el mecenazgo –y ni siquiera el apoyo frontal- de ningún arropo más o menos mediático. Casi mejor así, amigos: nadie da duros por cuatro pesetas porque al final del túnel de las subvenciones enmascaradas surgen las contrapartidas de los favores concedidos. Vosotros, chitón, y pecho de hojalata, alma de librepensadores, cabeza despejada y mente aglutinadora. Este pasado domingo me lié la manta a la cabeza, la cámara fotográfica digital al cinto y el fragor viajero a la espalda. Y uní mi vocación andariega a la excursión de mil leguas que el Ateneo organizó para propios y extraños. Ninguno de los no socios nos sentimos tal que así, esto es: extraños, ajenos, foráneos, intrusos, chocantes o arrinconados. Ni hablar del peluquín. Sino lo frontalmente contrario: acogidos en el seno fraternal –por no decir retrospectivamente uterino- del calor humano más primigenio. ¡Menuda jornada echamos por esos montes perdidos de Dios! Porque hasta mismamente nos extraviamos todos los excursionistas por las sendas nada llanas que, tal edén prodigioso de las paradisíacas estampas de la naturaleza, orillaban el río de la gracia de las reminiscencias de la Edad Media. Senderismo en estado puro, oiga. Visitamos de cabo a rabo la histórica localidad de Jimena: sus calles de ensueño, sus empinadas cuestas de continua reconquista y su Castillo de edénicas vistas. También Castellar Viejo, con su asentamiento hippy ya ineluctablemente moderado y su reciente Hotel instalado e implantado en los adentros de un castillo ahuyentador desde entonces de los fantasmas de medianoche. Cuanto nos reímos no están en los escritos. Cuanto departimos, charlamos o parlamos, tampoco. Acabamos con las piernas molidas como la canela, la dentadura blandengue de las risotadas, la cordialidad recrecida y los ánimos machihembrados. Entiéndaseme: ensamblados todos de criterios afines, hermanamiento y bonachonería. En cuanto a lo gastronómico igualmente aconsejable: desayuno en La Venta Los Corzos (no dejen de engullir el pan cateto de campo con zurrapa de manteca colorada), almorzamos en El Camping Los Alcornocales y tomamos café –ya de vuelta de las andadas- al arrimo de cualquier rincón de la Plaza de la Constitución de Jimena. Esperanza y yo inmortalizamos la expedición con el traqueteo constante del flash de nuestras cámaras fotográficas. El entorno histórico o el contorno bucólico –depende la rinconada- así lo exigían. Hay que saltar de pueblo en pueblo, de tierra en tierra, de cultura en cultura sin descanso ni treguas. Mano de santo y alimento balsámico para el espíritu. Echarse la mochila en ristre, calzarse zapatos cómodos (que no acomodaticios) y respirar abdominalmente en ocho tiempos, adelanta los prolegómenos de una experiencia dotada y datada de oxígeno, reencuentro interior, catarsis y -¡eureka!- libertad. Tengo trazada una hoja de ruta en mi propia agenda personal: el viaje, el curioseo turístico, la evasión allende nuestras fronteras ocupa un lugar preferencial. Me hago –por opción vital- aventurero de territorio limítrofe, caminante de otros caminos, enviado especial del periódico de este cuaderno de bitácora. Gastaré mis dineros, preferentemente, en los billetes de ida y vuelta. O de ida con pernocta de noches de luna llena. Los amigos del Ateneo son constructores de amistad. Espe y yo nos brindamos un penúltimo homenaje poco después de nuestro regreso a Jerez: dos buenas tazas de caracoles, tintito de verano y una montañosa ración de patatas fritas cubiertas de riquísimo queso derretido y tiras de bacón. El epílogo de mi andanza dominical es fácilmente adivinable: dormí como un bendito.
Siempre hice buenas migas con la gente –sencillísima, familiar, hospitalaria, culta y campechana- del Ateneo de Jerez. Pepe Rodríguez López, su presidente, me tiene al tanto del devenir de esta entidad cultural que continúa progresando con pasos firmes y razonados. Fui testigo directo de su asamblea general fundacional hace ya un puñadito de años (¡cómo corre el tiempo sin frenos de mano ni paradas ni fondas!). Entonces Pacheco –don Pedro- se agarraba como un clavo ardiendo a la férula de no pocas asociaciones de vecinos. Al nacimiento –o, por mejor decir, refundación- del Ateneo de Jerez concurrieron todas las fuerzas políticas vigentes entonces en la ciudad. Luego Pepe Rodríguez, Juan Martín Pruaño, Manolo Simancas, Juan José Dorantes y compañía anduvieron no a tientas pero sí a cuerpo limpio –sin escuderos ni padrinazgos- por la senda del derecho propio: jamás recibieron el mecenazgo –y ni siquiera el apoyo frontal- de ningún arropo más o menos mediático. Casi mejor así, amigos: nadie da duros por cuatro pesetas porque al final del túnel de las subvenciones enmascaradas surgen las contrapartidas de los favores concedidos. Vosotros, chitón, y pecho de hojalata, alma de librepensadores, cabeza despejada y mente aglutinadora. Este pasado domingo me lié la manta a la cabeza, la cámara fotográfica digital al cinto y el fragor viajero a la espalda. Y uní mi vocación andariega a la excursión de mil leguas que el Ateneo organizó para propios y extraños. Ninguno de los no socios nos sentimos tal que así, esto es: extraños, ajenos, foráneos, intrusos, chocantes o arrinconados. Ni hablar del peluquín. Sino lo frontalmente contrario: acogidos en el seno fraternal –por no decir retrospectivamente uterino- del calor humano más primigenio. ¡Menuda jornada echamos por esos montes perdidos de Dios! Porque hasta mismamente nos extraviamos todos los excursionistas por las sendas nada llanas que, tal edén prodigioso de las paradisíacas estampas de la naturaleza, orillaban el río de la gracia de las reminiscencias de la Edad Media. Senderismo en estado puro, oiga. Visitamos de cabo a rabo la histórica localidad de Jimena: sus calles de ensueño, sus empinadas cuestas de continua reconquista y su Castillo de edénicas vistas. También Castellar Viejo, con su asentamiento hippy ya ineluctablemente moderado y su reciente Hotel instalado e implantado en los adentros de un castillo ahuyentador desde entonces de los fantasmas de medianoche. Cuanto nos reímos no están en los escritos. Cuanto departimos, charlamos o parlamos, tampoco. Acabamos con las piernas molidas como la canela, la dentadura blandengue de las risotadas, la cordialidad recrecida y los ánimos machihembrados. Entiéndaseme: ensamblados todos de criterios afines, hermanamiento y bonachonería. En cuanto a lo gastronómico igualmente aconsejable: desayuno en La Venta Los Corzos (no dejen de engullir el pan cateto de campo con zurrapa de manteca colorada), almorzamos en El Camping Los Alcornocales y tomamos café –ya de vuelta de las andadas- al arrimo de cualquier rincón de la Plaza de la Constitución de Jimena. Esperanza y yo inmortalizamos la expedición con el traqueteo constante del flash de nuestras cámaras fotográficas. El entorno histórico o el contorno bucólico –depende la rinconada- así lo exigían. Hay que saltar de pueblo en pueblo, de tierra en tierra, de cultura en cultura sin descanso ni treguas. Mano de santo y alimento balsámico para el espíritu. Echarse la mochila en ristre, calzarse zapatos cómodos (que no acomodaticios) y respirar abdominalmente en ocho tiempos, adelanta los prolegómenos de una experiencia dotada y datada de oxígeno, reencuentro interior, catarsis y -¡eureka!- libertad. Tengo trazada una hoja de ruta en mi propia agenda personal: el viaje, el curioseo turístico, la evasión allende nuestras fronteras ocupa un lugar preferencial. Me hago –por opción vital- aventurero de territorio limítrofe, caminante de otros caminos, enviado especial del periódico de este cuaderno de bitácora. Gastaré mis dineros, preferentemente, en los billetes de ida y vuelta. O de ida con pernocta de noches de luna llena. Los amigos del Ateneo son constructores de amistad. Espe y yo nos brindamos un penúltimo homenaje poco después de nuestro regreso a Jerez: dos buenas tazas de caracoles, tintito de verano y una montañosa ración de patatas fritas cubiertas de riquísimo queso derretido y tiras de bacón. El epílogo de mi andanza dominical es fácilmente adivinable: dormí como un bendito.