La amistad: dulce vínculo, terciopelo de abrazos, aroma reconocible

Viene la idea debatiéndose en mi sesera. Hace días que pretendo escribir sobre la amistad: una materia inacabable, un suspiro de aliento reconocible, una fundición de caminos. Lo haré en menos que cante el gallo tres veces. Más adelante. Cuando los proyectos que traigo entre manos cuajen definitivamente o desbarren abismo abajo. Mi concepto de la amistad –lo sé, lo siento, lo presiento, lo pruebo y lo compruebo- se mantiene al margen de su misma sustantivación. La palabra no existe, el sentimiento sí. El vocablo es mero artificio; sus significados, sin embargo, un edén de sonrisas, un terciopelo de abrazos, una protección que nunca pediste. Que nunca perdiste. Pero que no obstante te cubre y te abrocha con el brocamantón de la fidelidad. De la perseverancia. Poseo amigos/as que siguen al pie del cañón por las simples razones de una compartida filosofía de vida. Somos idealistas, al fin y al cabo. Pero idealistas guerrilleros, soñadores, románticos. Mis auténticas amistades me acompañan –de cerca o de lejos- incluso cuando yo ando metido en los berenjenales de las ocupaciones miles. Pero ahí están –impenitentes, omnipresentes, dinámicos, acompañantes- a través de las llamadas telefónicas, de los e-mails, del encuentro premeditado, del SMS. La amistad es un dulce vínculo con los aromas de la lealtad. Nunca falla, nunca se engríe, nunca caduca. Alguna remota noche trataré –imaginativamente- mis nociones sobre la amistad. Constituyen mi mayor tesoro.

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