En los marasmos del narcisismo deplorable

Ser hombre, ser individuo, ser cabeza pensante, ser sangre corriente. Nada de esto magnetiza. Ni siquiera nos sirve la autocomplacencia, la lagotería, el halago de ida y vuelta. Llevo varios días meditando al costadillo ignoto del prójimo, sucumbido a las laderas del egocentrismo ajeno. ¿Cómo puede según quién caer en los marasmos del narcisismo deplorable? Nunca estamos a salvo de los picotazos de la presunción. La egolatría es una enfermedad de la que también vive el homo sapiens. De la fascinación a la decepción sólo dista medio palmo, un cuarto de milésima de segundo, el haz y el envés del canto de un céntimo. Hay personas extraordinarias encerradas dentro de lo inadvertido. Hay personas fallidas –decepcionantes- dentro de alguna expectación (marrada, sobredimensionada) estrictamente personal. Los años nos avalan, nos curan, nos redimen y nos salvan con los fármacos de la experiencia, con las grageas del ojo avizor, con las variantes de las verlas venir. La bifurcación del pálpito y la realidad se aproximan, se estrechan, se entrecruzan conforme maduramos. El desencanto no es sino una mengua del cálculo, un yerro de la atracción, una resta del embrujo. Los sentimientos jamás elucubraron sobre la futurología. Porque no atiende a las predicciones casi matemáticas de las razones del corazón. El amor entre los seres humanos divaga últimamente. Y retoma las derivas de un puerto con sede en tierra de nadie. Estas letras entonan el quejido racial de la reivindicación. La que asienta sus raíces en las enredaderas de los afectos sin trampas ni cartón ni intereses creados. Y a la hoguera (de las vanidades) las almas hipócritas, tacañas, aprovechadillas, ambiguas, silenciosas, mediocritas, fastidiosas…

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