Oigo un monólogo de lágrimas

Oigo un monólogo de lágrimas. Oigo el soliloquio de la intemperancia. Oigo un tatareo de canciones rompedoras. Su hacedor, su pronunciador, su hablador baila arrastrando los pies hacia atrás. Ahora, mientras nace la apremiante inercia del mito, no cesa de balbucear melodías de niño negrito con sonrisa de blanco escapismo. Con sonrisa de perlas que abrazan una pantalla de mediados de los sesenta. Con sonrisa de crío que canta como trompetero de Dios y que sufre como trompetista del quejido inconfeso. El más allá enciende la emisora antigua de lo acabable. La muerte conecta con el primigenio hálito uterino de la existencia. La muerte dobla del revés las secuencias de la biografía particular. El rey del pop descorre desasosegadamente las cortinas del regreso. Michael Jackson –alelado de eternidad- propugna hoy la recuperación de la sencillez infantil que jamás disfrutó. Es una huida -¿la detectas?- cuya introspección alcanza las sombras de su niñez. Los tiernos de espíritu no asumen la explotación infringida por la iniquidad paterna. ¡Ah los padres dictadores! Y este niño de cincuenta años se escabulle sin remedio de aquella rectitud machacona, abusadora, corrosiva del autor de sus días. Papá robó las entrañas de la infancia que merecía como todo ser humano digno de juego, inocencia, amanecida a la vida. Como cualquier amiguito de la calle pobre y soñolienta de aquellas germinales travesuras de parvulario dicharachero. Michael no se quiso un muchacho indómito ni indolente: transpiraba esa siempre disculpable segregación de la sensibilidad elevada a la máxima potencia. Tímido de puro noble. Nacido para romper los moldes del ritmo musical, murió para resquebrajar las hormas de la arritmia, el hacinamiento de la agitación cardiaca. Fue príncipe de la danza, danzarín de lo principesco. Ejerció su reinado con las convulsiones del emperador recluido bajo la dorada techumbre de lo tardíamente maldito. Supo triunfar pero no aprendió a reinar. De chiquillo nos parecía un querubín de los cuadros de Machín. El primer y más menudo as de un repoker de arterias de idéntica sangre. 5 hermanos 5. Michael o la dulzura de un lenguaje con sinfonía de tristeza. Guapísimo hablador de pentagramas de muchas notas y apenas ocho años de edad. Miniatura de voz celestial. Utópico acariciador de una afinación dulce y pacificadora. Sumó años como quien añade tramos de proximidades a la cima del éxito. Incomprendido y fulgurante. La adolescencia materializó el acabose de la revolución plástica: el vídeo como centelleo del baile, como soplo de plenitud, como embalaje de energía. Zombi de nadie, ejecutor de la transformación melódica del universo. Grito contenido, pirueta indomable. Su ansía de blancura comenzaba entonces por los calcetines… El estiramiento de la columna vertebral, las ondulaciones imposibles de la coreografía, el salteador de las leyes de la gravedad. Las ventas millonarias, los discos líderes, el maestro de multitudes. La música como himno de alientos transparentes. Después de su cenit, después de su punto álgido, después de su genialidad artística, después de su época de muchedumbres, después de su impacto sociológico… sobrevendría la lenta y pesarosa decadencia –como un huracán de afilados colmillos- y la traición de la debilidad interior. Y la turbulenta desfiguración física y la escandalera de los abusos sexuales y el descuelgue del rostro y el blanqueamiento de la tez y el descrédito del ídolo. Su muerte ha sido un pausado infarto de la razón. Un infarto de años. Un infarto de la desmesura. Oigo un monólogo de lágrimas -¿de lágrimas negras?-. La leyenda acaba de bautizarse en las aguas del Jordán del tiempo que no vuelve. ¿Por qué los genios deciden marcharse precipitadamente del lado incierto de nuestra admiración? Suelen enterrarse cuando más los necesitamos. Michael Jackson levantará algún día los mármoles de su sepultura. Para permanecer en el recaudo del patrimonio universal. Saldrá de la tierra de nuevo. Y lo hará bailando. Como en el videoclip que lo consagró definitivamente a los cielos de la fama.

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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