Precisamente hoy
El domingo atravesé, horadé, taladré una jornada maratoniana. Bien mirado: ni más intensa ni menos aguda que las precedentes. Quizá emocionalmente sí acentué el cuajo de los memorandos familiares. Los tajos de la estirpe de mi mismo apellido. De mis mismos apellidos. Pongamos los palotes en plural. Porque reinó soberanamente –de la mañana a los albores de la madrugada- la ponderación de los recuerdos, los recortes de las risas entre primos, la candela encendida de cuanto experimentamos mientras las retinas aún acunaban la minerva de nuestra niñez. Primera Comunión de Claudia: ¡Vaya acierto, Rosa, la elección de Las Vides para esa carrillada de rechupete! ¿Y qué me cuentas de los rebosados en miel? Para el poeta inmortal, para el mentor de la Madre Literatura, su infancia fueron recuerdos de un patio de Sevilla. Para quien esto escribe, su Primera Comunión –osease, la mía- son recuerdos de un patio del colegio La Salle con fila india de chaquetas azules encarando a ras de ilusión las compuertas del salón de actos hasta arribar a la capilla de unas pinturas a tamaño natural del Vía-Crucis del Señor.
Mi Primera Comunión, querida Claudia, son recuerdos de una foto del yo/chiquillo flanqueado por quienes me trajeron al mundo –por el autor y la autora de mis días- mirando al frente el ademán, papel de cantos entre las manos y cobijo del hijo ya católico refrendado por la gracia de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Alabaré, alabaré, ¡alabaré, alabaré!, alabaré a mi Señor. Mi Comunión son recuerdos del tío Perico obsequiándome por lo bajinis –acatando la prudencia clásica del cofrade anónimo- con un billete azulito de quinientas pesetas. Luego, apenas un par de horas después, otros billetes similares también recalarían en los dobleces falsos del inmaculado pantalón de marinero que un servidor lucía más chulo que un ocho. Mi Comunión son recuerdos de una cámara de foto Kodak como ofrenda siempre gentil de la tata Carmen y el tío Juan. O el juego de agua Geyper de Pepe el Barbero. O la Biblia Juvenil que a toro pasado subieron al piso de la calle Valientes Mari Carmen y Dani –hijos de Luis el de Paulino-, ausentes en la celebración por aquellos de otras Comuniones de la parentela.
Mi Primera Comunión son recuerdos de mi propia silueta leyendo las litúrgicas lecturas pertinentes delante de un aforo multitudinario bajo cuyo marasmo de sombras pude reconocer –final del pasillo, al fondo de la muchedumbre, atrás del todo- al Mimi. Mayo de 1981. Ayer por la mañana como quien dice. Mi Comunión son recuerdos del bar San Pedro y aquel salón de celebraciones que era como el mar abierto en dos del establecimiento en medio de la sorpresa de los niños Moisés que a partir de entonces también convocaron sus respectivos banquetes en tan preciado rincón de la memoria. Mi padre –con sus tablas de los Diez Mandamientos de la Ley del Casticismo Jerezano del centro: vulgo calle Bizcocheros y plazas adyacentes- descubrió la tierra prometida de un comedor allí donde Juan servía cada domingo las bandejitas de plata de huevos a la flamenca más sabrosas de todos los años setenta. Bandejitas de plata que no pocos domingos llegaban a mi domicilio de manos del chavea camarero del bar San Pedro justamente a la hora que Mimi –es decir: mi hermano Miguel Ángel- estaba viendo ‘Sobre el terreno’, programa deportivo/televisivo dominical que secaba –por su frialdad de canastas de baloncesto a mansalva- las lágrimas antes derramadas a diestro y siniestro en función de qué capítulo de la primera temporada de ‘La casa de la pradera’. Nosotros, a los niños aquellos, llamábamos ‘la fregona’ a ‘La casa de la pradera’ pues necesitábamos imperiosamente semejante artilugio de limpieza para recoger, ya digo, los restos caudalosos de nuestra llantina a tenor de las congojas y la sensibilidad de la familia Ingalls.
Mi Primera Comunión son recuerdos de una tarta de rascacielos, de un agavillado ramillete de cariñosísimos aleccionamientos: comprendías que habías dado un paso al frente, ya eras más hombrecito porque la responsabilidad de encomendarte a Dios y no al diablo entrañaba valentía, altivez y mucha honra. Mi Primera Comunión son recuerdos de una anticipada sesión fotográfica en un estudio color marfil de la calle Larga. Mi Primera Comunión son recuerdos de un librito de mano como esculpido en nácar y sublimidad. Mi Primera Comunión son recuerdos del Lolín con cámara en ristre y carrerilla de peinado hoy inimaginable en su impronta de artista sin un pelo de tonto. Mi Primera Comunión son recuerdos –acendradamente- de la familia García: Esa corporación de sonrisas bonancibles que nunca dijeron nones a la humildad, a la nobleza del corazón, a la grandeza del esternón. Mi Primera Comunión son recuerdos de la catequesis impartida por la madre de Arriaza. Mi Primera Comunión son recuerdos de preámbulos emocionados a pesar del susto del Golpe de Estado la mismita tarde del encargo de las estampitas en la Papelería Hurtado.
Mi Primera Comunión, Claudia, fue un día especialísimo por inolvidable y por forrado de las entretelas del amor a los míos. Fui protagonista inconsciente de un hervidero de cariños, de mimos, de ternuras provenientes de personas únicas e irrepetibles como la vida misma. Cuando esto escribo recibo en el correo electrónico un puñadito de fotos de mis padres de novios. Las ha escaneado mi hermano Eduardo como signo de progresía y como símbolo de la carrerilla de fondo hacia los instantes de una historia irrepetible. Entre las instantáneas encuentro una de mi bautizo. Mamá me tiene entre sus brazos. Me tiene entre sus brazos. Y ahora acabo de descubrir –precisamente hoy que se cumplen veinte años de su muerte- que todavía no me ha soltado.