¡Industrial! ¡Tracatrá! ¡Industrial! ¡Tracatrá! …

El industrialismo es un sentimiento que rebasa los parámetros de lo puramente deportivo. Va más allá de la defensa de los colores, de las aguerridas adhesiones fundamentalistas, del sudor de la camiseta, del ínterin del fanatismo extradeportivo e incluso de la tronera de aplausos a favor de tu equipo. El industrialismo no tuesta el pellejo de las fiebres pasajeras. El industrialismo no ejerce la novelería del delirio o el abandono simultáneo según la clasificación del club. El industrialismo conserva el platonismo de una sabiduría que enamora desde el púlpito de la raigambre familiar. El industrialismo rehúye los picotazos de la rapiña y el sabelotodo de los gendarmes de los maestros Liendres. El industrialismo reescribe, macerándola, la afirmación que César González Ruano tributara a Braque en su necrológica cuando el eximio articulista español declaraba que la muerte se va encargando de hacer clásico lo romántico. Démosle la vuelta de tornillo a la frase y convendremos que el industrialismo será la refulgente resurrección –resurrección de evocaciones, resurrección de estampas infantiles, resurrección del espíritu del afán de superación- que se va encargando de hacer romántico lo clásico. Porque romanticismo a raudales, idealismo a granel, soñadores a porrones encierra y libera a cada golpe de suspiro esta dignidad de saberse aficionado de la camiseta de rayas blanquiazules.

El industrialismo no opera ni por defecto ni por exceso: conlleva en sus genes la medida universal de la estética indisolublemente andaluza en cuanto a la belleza de la retina (empapada de la sencillez de lo monumentalmente grandioso), en cuanto a la lírica paterno/filial, en cuanto a la velocidad del ADN por la dermis del tiempo, por la piel de los calendarios antiguos, por la miel del tú, me, mi, conmigo. El industrialismo no aparta ni una tilde del bienestar de la nostalgia que siempre regresa. ¡Que siempre regresa! El industrialismo es un niño que todavía juega dentro de ti. ¡Que todavía juega dentro de ti! El industrialismo es un cariñito jondo como el flamenco que vuelve a encandilarte. ¡Que vuelve a encandilarte!

El industrialismo es paseata ilusionada calle Valientes arriba, camino del estadio, cuando tu padre narraba de nuevo -como un locutor atemporal, como un hombre que revive la noticia iluminada del transistor de Pepe el Tapicero- la hazaña aquella del ascenso de finales de los sesenta. Con Veguita como malabarista del balón y con Yeyo metiendo goles de córner. El industrialismo no escamotea el tintero de la redacción de nuestra infancia: cada cual podemos reelaborar los recuerdos a nuestro antojadizo albedrío para reconvertirlos en un carpe diem de disfrute del presente. Toda añoranza rescata secuencias de las alacenas del olvido. Y las mías ofrece sus puertas abiertas de par en par a la cavidad torácica de un pulmón con moviolas de goles por la escuadra, de veinte minutos de remontada, de jaleo -¡anda jaleo, jaleo!- de vítores y papelillos y trompetillas cuando nuestros once héroes saltaban al césped en una cofradía única de colorido azul y blanco, en una poesía de rubias palabras, en un clamor de flequillo sin desaliento.

El industrialismo, como axioma desprovisto de teoría, de continuo nos desentraña una tesis imparable: la del eterno retorno. ¿Acaso el industrialismo no es permanente eterno retorno? ¿No es remanente de eterno retorno? El industrialismo, sí, es eterno retorno a un equipaje de tus mitos –de calzonas blancas y medias de rayas horizontales- durante aquella amanecida de Reyes Magos de escudos con copa y venencia planchados a la altura del pecho. El industrialismo es la sonanta de la voz de mi hermano Miguel Ángel tatareando de memorieta la legendaria formación de los Simeón, Tei, Prieto, Navas, Félix… ¿Te acuerdas, Víctor, de aquel único rebrote de violencia en Tribuna cuando un ya maduro Félix entrado en años propinó por las bravas un mayúsculo revés –o un derechazo en toda regla- al borrachín de turno que, siendo precisamente de los nuestros, dio en criticar malamente –pero que muy malamente- el juego del Industrial y acabó como acabar cabría después del puñetazo del defensa central a la antigua usanza, esto es, con una brecha en el pómulo y los garbanzos o las avellanas saltando por los aires como estallando bolas de artificio sobre el diminuto espacio de tan repentina bronca? Percibí tan inusual, tan inacostumbrado ese brusco capítulo que precisamente admití para los restos, y por mero contraste, la tierna suavidad de una ambientación que jamás de los jamases increpaba enfrentamientos ni supuraba tundas de tomo y lomo ni escupía dardos de provocación sobre la diana de los aficionados contrarios. Muy al contrario, amigos, muy al contrario.

El industrialismo –ojo al parche, oído al dato- nunca fue candela de animadversión ni de intoxicación contra el otro equipo de la ciudad: el Xerez Deportivo. A mí me inculcaron –a la carta cabal del mejor raciocinio- defender a ultranza, con uñas y dientas, a los dos clubes jerezanos o a cuantos la tierra abrigara: tan es así que mis compañeros de clase del colegio La Salle nunca comprendieron cómo servidor era de dos equipos locales –el Industrial primero y el Deportivo después- mientras estaba en boga –tanto antaño como hogaño- “ser del Xerez y del Barcelona o el Madrid… o del Industrial y del Madrid o el Barcelona”. Muchos, muchísimos, innúmeros industrialistas en ciernes éramos del Industrial y del Xerez. ¡Y a pecho descubierto, cabeza alta y alteza de miras! ¿A qué ton la bragada tendencia del ímpetu cainita entre dos equipos de una misma fuente? ¿A qué diablos la barrabasada de la pugna encarnizada entre dos estamentos, entre dos aficiones, entre dos ramas de idéntico tronco?

El industrialismo no taquigrafía puntos suspensivos ni tampoco puntos y aparte (esta última aseveración encarna la sobredosis de la soberbia). El industrialismo y el xerecismo beben de similar búcaro: el que chorrea agua cristalina de los jerezanos entrañables que conjugan la aceptación, la animación y la admiración por sendas instituciones deportivas representativas al cabo de unas señas, de una bandera, de una cuna y de una raigambre impar. Ole Carlos Osma sentado junto al actual presidente del Jerez Industrial Ricardo García en la compartida pretensión del ascenso a Segunda B cuando un palco presidencial del Campo de la Juventud observaba el multitudinario homenaje a Luis del Sol.

El industrialismo dicta puntos y seguidos: porque largo es el camino, angosto el umbral de la puerta y poliédricos los laberintos de los entramados burocráticos de la pretérita utilización (subrepticia y maloliente) que la política –sus gerifaltes, sus mandamases- quiso utilizar como carpetazo de una trayectoria y de un palmarés digno de encomio. Pongamos que hablo de un cambio de cerradura –mediados los años ochenta- como ostracismo pretendido y por veces preterido desde los despachos de la desigualdad y el constante zancadilleo sin ton ni son. Industrialistas –parafraseemos al poeta- y decidme al alma de quién, de quién son esos olvidos, industrialistas de Jerez

El industrialismo extracta descomunalmente –con su acento de marfil, con su sesgo de pergamino, con su bozo adolescente- el verso de García Lorca: “Sólo tu Sacramento de luz en equilibrio que salva corazones lanzados a quinientos por hora”. Luz en equilibro, corazones lanzados a quinientos por hora: ¡Ahí es nada! El industrialismo es charla a las dos de la tarde de los sábados de finales de los setenta en los mostradores de Paulino –esquina Bizcocheros con Gaspar Fernández- cuando Luis García Segura ya plantaba entre calé y calé el papelón de tacos de jamón (¿Te pongo una Fanta, niño?) y Juanito el Médico hablaba con predicamento de la praxis de la cantera. El industrialismo es mancomunidad de idearios, trabazón de almarios, reflejo e iris, amistad sin paliativos, beso generacional, un chutazo (léase: vejigazo o cañonazo) en el patio del colegio creyendo que eras Miguel o Pajuelo o Cabral, temple y técnica, pundonor y bonhomía, susurro de lágrimas, aprensión y aprendizaje. ¿El industrialismo? Una rosa junto a dos borceguíes.

No me pidáis, estimados lectores, ni siquiera la mera aproximación a este latido de los hondones de la emoción que ahora se desata como el llanto templado de la guitarra. No me pidáis teoremas ni explicaciones. Porque el industrialismo no desciende a la facultad de la escritura. Porque bruñiré de ufanía los códigos impenetrables de la esencia de un sentimiento puro y limpio como los chorreones del silencio que todo lo dicta. Porque precisaría de un manual de los memoriales del gozo de los chiquillos que nos abrazábamos al germinar de la vida, al asomo de nuestra existencia, desde los escalones duros del antiguo Estadio Domecq

Éramos, sí, los hijos de fulanito o zutanito. Y todos sabían a las claras que fulanito o zutanito, como integrantes de una dignísima familia de gente de bien, de personas cabales, de santos varones de la fidelidad a las alineaciones blanquiazules de los afectos inmarchitables, formaban parte de los industrialistas de pro, de los industrialistas indesmayables, de los industrialistas de la calle Arcos que también concurrían allá en los palcos de un costumbrismo castizo y de una camaradería de crónica diaria. Industrialistas que el fin de semana coincidían adrede -¡y tan adrede!- en las gradas de un aroma de puro habano y de fragancia de sol encendido (“Ponte en la cabeza este pañuelo con cuatro nudos en las puntas no vayas a coger una insolación”).

Industrialistas perennes como el fruto de los almendros en flor. Puntualmente un domingo sí y otro también. Cada domingo arrimando sensibilidades, conjugando la transfiguración de lo virtuoso, la escenografía de lo verídico, la radiografía de lo verosímil: puntada a puntada cosían el brocamantón de la autenticidad. Cada domingo gritando juntos y, oh certeza de la remembranza, unidos. Domingo de la canción desatadora de la felicidad: Tintín Catalina, Tintín Concepción, que a la puerta llama don Luis del Sol. Cada domingo a la caída de la tarde de una pervivencia –la fidelidad a un club- que enseguida derivaría en vivencia –la probidad y la providencia de sabernos miembros de una misma raza-.

Domingos de matutino Sobre el terreno en la televisión con tapitas de huevos a la flamenca del bar San Pedro. Domingos de nocturnos Estudio Estadio -¡y la tarea siempre para última hora!- con papelones de dulces de La Holandesa como postre ahíto de impaciencias. Domingo de mediodías de adultos –Pepe el Barbero, Rafael el del Kiosko, Paquito el del Bar Paco, la asistencia inalterable de Maldonado el del bar Mediterráneo de la calle Conocedores-: nómina de nombres que reconocías porque sentían igual que el autor de tus días. Industrialismo patriarcal de herencia de educandos de generación en generación. ¿Verdad que sí Juanlu y Roque y hermanos que sacrosantamente descendéis de los imborrables catedráticos del industrialismo Roque y Luis García Segura? ¿Verdad que sí Eugenio y Servando Vega Géan que históricamente conserváis el cristal mate que todavía refleja la bondad de vuestro abuelo (tan inmortal y tan allegado, tan memorado y tan memorable) subiendo los escalones de la tribuna del Domecq como un veterano de la Sempiterna Escuela de los Bien Nacidos? ¿Verdad que sí corpulenta figura de Fernando Pacheco que habitas en los cielos que perdimos según la proclama literaria del escritor Joaquín Romero Murube?

Industrialistas como fervorosos seguidores de la patria chica de una jerezanía que rezumaba galanura y tronío, empaque y entereza. El himno de la alegría que ya no cantaba Miguel Ríos sino todos los hijos de la luz –del haz y del envés, del orto y del ocaso- del industrialismo cuando, a pie de almohadillas coloradas, lanzábamos a los cuatro vientos de la más incondicional y correligionaria de las aficiones aquellas tres sílabas que en sí mismas encerraban todo un decálogo de amor: ¡Tracatrá!

Tres sílabas y un solo Dios verdadero: ¡Tracatrá! Tres sílabas y una melancolía de recorrido de la Constancia, de la Barriada España cuando, siempre a la misma altura y siempre señalando la misma puerta, papá nos decía –antes de llegar al Domecq- a mi hermano Víctor y a mí: “En esa casa vivió Larios, un gran portero del Xerez Deportivo”: ¡Tracatrá! Tres sílabas de asombro cuando, por la acera de la hoy Avenida de Méjico y con maletín de botas de tacos colgando de la mano derecha, vimos pegadito a nosotros a Ignacio, nuestro ídolo por la banda del extremo derecha, aquella tarde que llegamos un poquito más temprano a comprar las entradas: ¡Tracatrá! Tres sílabas de consulta a Antoñito, in situ y arrebujado bajo el tintineo de los cacharritos del Parque González Hontoria, cuando el crepúsculo dominguero de una Feria del Caballo anunciaba tristeza de descenso y decadencia de opresión y arrinconamiento político sobre un club que no pudo cargarse ni el alcalde de cuando entonces: ¡Tracatrá!

Ese ¡Tracatrá! signaba y significaba la respuesta, la manifestación, la Protestación de Fe, el turno de palabra de los industrialistas cuando en el parlamento de un partido de fútbol las gradas ejercían su derecho a la defensa, a la proclamación y al abrazo metafórico por y para el club de sus entrañas. Porque el Industrial posee un organismo de tripas de las honduras del yo: o te identificas hasta el tuétano o jamás reconocerás ni por asomo la envergadura de su deontología. Porque este equipo sí que es más que un club, ¡qué caramba! A mí me ha instruido en los mandamientos de la ayuda al más necesitado. En la supremacía de la perseverancia. En el liderazgo de la tenacidad. En la comprensión de la solidaridad. En el aferro a tus ideales: pocos pero invariables. En la interpretación del sufrimiento como postulado de hombría, como antesala de esperanza, como distrito de cohesión social…

Como ímpetu del coraje de vivir: ¡Tracatrá! A mí me ha impreso la calcomanía sensitiva de la grandeza del legado inyectado de padres a hijos, de abuelos a nietos, como una túnica sin antifaz, como un corolario sin puntos de fuga, como una alquimia de huesos de tus huesos. Como una bíblica abertura de mares en los medios de las dificultades. Como una orilla de espuma y plata que nunca te traiciona.

Industrialismo a machamartillo, a tenazón, a las duras y a las maduras. Industrialistas del ayer que hoy nos impulsan a la andadura y al andamiaje de un hito con tipografía en tono sepia. Industrialistas que fueron y que, en efecto, seguirán siendo en el retroproyector de la más inconsútil remembranza. Porque sumaban apellidos reconocidos y reconocibles entre ellos. Porque eran amigotes y porque eran padrazos. Porque rezumaban jerezanía y porque evidenciaban el ortodoxo magisterio de la cátedra futbolística según unas cláusulas tácitas de la dimensión de todas las cosas…

Porque eran siembra de aficionados capaces de transmitir la elegante serenidad, la exquisita ética, la poesía del bachiller de la calle, el magnánimo y servicial coraje por unos decálogos morales, por unos postulados de comportamiento, por un catón de la unidad deportiva a través de la incondicionalidad –levantada a levantada, domingo tras domingo, una temporada sí y la siguiente también- siempre al ladito, al costadillo y al arrullo del Jerez Industrial de sus contentos. Y porque hasta hacían piña de paraguas cuando las vespertinas tardes de ciertos domingos arreciaba el chaparrón de la improvisada climatología en las gradas de la misma gloria. Y porque la nueva hornada de seguidores –¡vámonos que nos vamos Jesús Lucena!- han captado y catado las esencias y las quintaesencias de un modus vivendi y de un modus operandi capaz de sentar cátedra e imprimir carácter.

Pues sí: industrialismo, insisto, es pulsión de almas de nuestros mayores que, en la fugacidad de un visto y no visto, corriendo los años con su prontitud de espanto, ya animan –siguen haciéndolo erre que erre- al Industrial desde la alta Tribuna de un estadio de celestes hechuras que también huele a césped recién regado, también sabe a pipas saladas y también suena a patadas del padre de Tarrío sobre la chapa de una melodía de arcángeles con nombres propios que cantan aquello de… “Industrial, Industrial, que bonito nombre tienes… En la puerta tenemos a Navarro, de defensa Antonio y León, y delante a Pajuelo, que es un gran campeón”.
Y los niños, siempre los niños, sus hijos, sus nietos, sus sobrinos, pletóricos, con nuestras chamarretas, con nuestras cocacolas, con nuestras almendras, con nuestra digestión de hamburguesas y tapas de ensaladilla y Biter Kas del almuerzo en el bar La Salve, con nuestras chocolatinas de monedas redondas de Nestlé y con nuestro pudoroso nerviosismo mientras duraba el sorteo del balón Adidas en el descanso del partido (aquello de conseguir un balón oficial no estaba pagado con la vergüenza de tener que saltar al césped para recogerlo si caía la breva de la coincidencia del número de tu entrada con el anunciado enérgicamente por una voz de nadie desde los altavoces de las cabinas del Domecq).

Es difícil combinar la precisión y el preciosismo de la escritura cuando, por ejemplo, verbigracia, deseamos con todas nuestras mermadas fuerzas extraer del pasado, de un ayer de lejanías, de la neblina de lo desconocido, empujar del más allá al más acá siquiera sea en la fugacidad de cinco minutos, la presencia de un ser tan insustituible y ahora tan invisible como pudo haber sido –y de hecho fue con creces- tu propio padre. Yo confieso que lo he logrado como ensimismado por el aura ignota de la introspección: éxtasis del deseo de revivir. Y lo he hecho cuando mi hermano Víctor me impulsara semanas atrás a la acudida -¡y a la sacudida!- revisitada de un partido de fútbol del Jerez Industrial. Todo volvió a suceder a la hora inciertamente exacta de la niñez de aquellos domingos de quincenas de don Manuel de Caso sin terminar y de un ojeador que entre dientes mascullaba aquello de: “Eduardo, tus hijos son buenos peloteros, ¿puedo llevármelos para la cantera?”.

Un calambre del costillar me ha descompuesto las entrañas cuando he regresado -¡ay, el eterno retorno!- a estos fragmentos extraviados de mi niñez. A las gradas del Campo de la Juventud que instintivamente reconvertí en imaginaria reconstrucción del viejo Domecq. La ocasión del posible ascenso a Segunda B así lo requería. Y me extrapolé involuntariamente a los pálpitos de entonces. Y me hice chavea y me insuflé de porvenir y miré de reojo a mi padre, a Fernando Pacheco, al abuelo de Eugenio Vega, a Roque y Luis… Estaban todos allí de nuevo: ¿faltar ellos ante la necesidad de apoyo y calor a su Jerez Industrial? ¡Tequiyá! ¿Abandonar a los futbolistas de la camiseta de rayitas blancas y azules? ¿Ellos, abandonar ellos? ¡Tequiyá payá rebaná! ¿Desertar así como así cuando nunca bajaron la guardia, cuando nunca pecaron de noveleros, cuando nunca ejercieron los apretones de la irregularidad? Que no, señores, que no: que el industrialismo es un sentimiento vital y vitalicio. Una actitud que ni siquiera la muerte destruye. Porque la muerte es la antítesis del industrialismo. Porque la muerte nada tiene que ver con todo aquello que ahora me susurran los socios de los palcos del cielo. Porque la muerte es la negación de la vida. Y precisamente vida, larga y fecunda vida, es la que mantendrá vigente por los siglos de los siglos este sueño hecho realidad. ¡Tracatrá!

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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