Cita obligada en Los Corrales

Frecuento la práctica de su degustación. Un día cualquiera de verano con veinticuatro horas por delante sin prisas ni cotos ni agendas palpitando en los trasfondos del bolsillo. Hago entonces de mi capa un sayo: carretera y manta -¿y manta?- dirección Sanlúcar de Barrameda. Respiro abdominalmente en ocho tiempos porque vaticino el inminente regusto del placer culinario. Para almorzar imbuido en la catarsis del paladar. En la purificación gastronómica de tu propia liberación. Sanlúcar es un sosegado compendio de evasiones desprovistas de manillas del reloj. El tiempo se arrodilla ante tus perneras como en una genuflexión de piadosa entrega. Esta escapada está iluminada con la lámpara de Diógenes. O con la cera derretida de los antiguos cirios de las catas de vino. O con el sol de Andalucía embotellado según la pulsión clásica de Barbadillo. No existe mejor éxtasis de la voluntad: apagón de teléfonos móviles, sentada al sombrajo del restaurante Los Corrales y descanso y sombra allá donde las callejuelas del sitio ofrezcan posada (incluso escrita con letras mayúsculas). El pasado lunes, a propósito de las Carreras de Caballos, me zampé entre pecho y espalda una paella de carne y marisco que, a tenor de su indescriptible (e invisible pero irreprimible) certificado de calidad, no se la saltaba un romano. Y ni siquiera las legiones íntegras del gran César. Aquello me elevó inclusive hasta un sutil encuentro con el sanctasanctórum del yo degustador, del yo comilón, del yo tragón. A veces conviene la excepcionalidad de una panzada como Dios religiosamente manda. (Post scriptum: pidan sin titubeos la tarta de la abuela. Para chuparse los dedos).

PROGRAMACIÓN CULTURAL

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